Nuestras historias
Un espacio donde nuestros alumnos pueden publicar sus historias
"De Angustias, Suplicios y Serapios”
Sebastián Palacio
Primer premio I Concurso de Relatos La forja de historias, Sant Jordi 2024
Cómo podíamos saber nosotras si era de día o de noche, si vivíamos atrapadas en esta cárcel, en este antro que se vende con promesas de amor, y lo único con que negocia es con las penas. A veces pienso que es como un barco, sí, sus paredes, de madera carcomida por la humedad, el olor inconfundible a río, mezclado con el sudor de sus remadoras, la angustia de los que se ahogan en mares de licor, marineros atrapados sin poder bajarse en ningún puerto más que en el de la soledad. Pero no se confunda. Aquí no hay ningún tesoro de otro tiempo, y la única riqueza que encuentra uno, es la tristeza irremediable de los corazones.
¿Pero cómo alguien como yo fue capaz de terminar en esta cueva? Porque si ya la selva ahí afuera es un infierno, este sitio es como esas muñequitas rusas, el infierno dentro del infierno. O eso es lo que creen algunas, sobre todo, las más jovencitas. No saben que existen infiernos aún peores. Pobres diablas. Tan novicias incluso para ser putas. Ay si supieran, las cosas que una ha visto, cosas que ya no se pueden desver. Para qué les digo. Ni siquiera ahora tuerta, se me escapan los recuerdos, al contrario, creo que veo más, porque presto más atención. Ustedes me creen ciega. Dicen, ahí va la pobre Angustia, si apenas puede ver, tiene que contar los escalones para no rematarse la nuca. No solo ciega, sino encima, renga, camina como una cucaracha, de costado, pobrecita. Y ese pelo tan largo y roñoso, ¿por qué no se lo corta?, alguno de estos días, se nos tropieza y no la cuenta. Por suerte, es tan fea que nadie la elige, no tiene que subir tantas veces allá arriba, donde somos prisioneras, imagínense sino, cuántas veces la hubiésemos tenido que velar ya.
Pero yo veo más que ellas, aunque tengan los dos ojos sanos, son las ciegas de este reino. Y es por eso que ese día en que Inocencio Serapio a sus trece años entró por primera vez, yo supe ver más allá. Llegó cargando un manojo de papeles, y lo recibió nuestro carcelero, más conocido como la Rumbera. Pásele mi compa, mi caballero, mi don, sea usted bienvenido a la Parisienne, mi carnal, donde encontrará usted a las marquesas más hermosas de la selva, no sea tímido, no se raje, siéntese, siéntese que ahí le hacemos pasear a las mejores damas, reinas, princesas, órale, échese un trago mientras, así no espera, así aplaca la sed, verá usted, así le explicamos cómo funciona el asunto. El joven no dijo nada. Solo observó entre las tinieblas, como tratando de discernir entre los vapores de humo, cigarro, y hedores del cuerpo. Se sentó con sus papeles en mano y esperó la bebida. Venga, Benjamín, tóquele una ranchera a mi compa, mientras le sirvo un buen amargo, no ve que hoy es un día de celebración, híjole, dele ya a esas cuerdas, pero ya. Tenga, mi compadre, aquí, traído directamente desde Rosario.
Serapio apenas bebió. El trago le supo agrio, tanto como la melodía que sonaba: “Alegre el marinero, con voz pausada canta, y el ancla ya levanta”. Todo le parecía decadente –me contaría después–, pero de una manera poética. La virgen pintada en el muro, llorando la humedad de la selva, el payador que parecía tocar dormido esas coplas que intentaban sonar alegres pero que iban a morirse tristes en los rincones más oscuros, en los clientes que se derrumbaban sobre las mesas; en aquellas pobres marquesas que lo escrutaban con ojos brillantes, como de yaguaretés agazapadas, a las que con las risitas les tintinean los collares y brazaletes de granate, como si en realidad bailaran los esqueletos de los buques cartagineses hundidos allá en el Paraná. No supo por qué–me dijo–, pero quiso llorar. Hasta ese momento, no entendía bien qué buscaba, pero comenzaba a encontrar una belleza tímida en aquel espectro en forma de cárcel pero con espíritu de selva, que olía a salvaje, y se hacía escuchar con la ola de lamentos de una noche que provenían del piso de arriba.
¿Qué se le antoja entonces, mi compa?- preguntó la Rumbera, a ver, dígame cuánto tiene y le hacemos un ofertón.
Serapio lo miró, con esos ojos de cenote, sosteniendo sus papeles firmemente, casi de forma combativa.
-No tengo dinero.
-¿Mande?
-No tengo dinero- repitió.
La Rumbera tardó en reaccionar, pero los ojos del mexicano comenzaron a encenderse.
-¿Ah, pero qué se piensa usted? ¿Qué aquí hacemos caridad? Vaya a chingar a su madre.
-No, espere, por favor, déjeme sentarme a escribir. Se lo pido.
-Pero, a ver compadre, ¿usted qué cree, que esto es una biblioteca? No sea pendejo. ¿No se da cuenta que aquí venimos a hacer el amor? A hacer el bisnes, pues. Este no es hogar para escritores y menos, para escritores pobres. Órale a la verga antes que me lo madree.
-Es que usted no entiende, yo soy poeta.
La Rumbera creció con su sombra. Del mexicano chaparro ahora quedaba un gigante moreno que recordaba a Moctezuma.
-¿Poeta? ¿Usted? Pinche enclenque, usted no sabe ni lo qué es un terceto, usted no sabe ni lo que es una asonante, ni lo que es una puta licencia. No me venga a hablar de chingaderas.
Pero Serapio no se amilanó.
Y ahí fue cuando comenzó la batalla. El recién llegado habló de Pushkin. Y la Rumbera le respondió que a Pushkin lo habían matado por joto, por marica, sin haber publicado nada con estilo, con decencia, puro palabraje típico de los rusos. Entonces le replicó con Leopardi. Y la Rumbera se enfureció aún más, otro italiano que lo único que hace es hablar de penas, dése cuenta, compadre, no sea pendejo, que lo que hace falta escribir es sobre la vida, jodida, de la verga, pero una. Las marquesas observaban todo desde su pedestal, una audiencia viva que se reía por lo bajo, se asombraba, y tomaba partido al ritmo del tintineo de sus collares y pulseras. Las más jóvenes apostaban por la elegancia del recién llegado para hablar de Southey, Lermontov y von Eichendorff, nombres que les sonaban rimbombantes, europeos, de categoría; las más ancianas, se decantaban por la verborragia del cadenero, su estilo más doméstico, salvaje, el que insistía, déjese de tanto europeo, compa, no ve que allá viven como reyes, no tienen de qué escribir esos culeros, léase mejor a Asunción Silva, a Salomé Ureña, a José Martí, aprenda, no sea bruto, esos sí son cabrones, revolucionarios, los mero mero, los que sí se dejan el cuerpo en cada verso.
La batalla siguió su curso en medio de esa oscuridad de antro, la que solo dejaba ver la superficie de las cosas pero no su interior, porque le avergüenza, porque está podrida. Esa que solo muestra a los clientes en sus mesas como indios sin rostros, pero no sus caras de soledad; la que sólo deja ver al payador tocando su música del infierno, pero no que está llorando; la que sólo deja ver las máscaras de las marquesas pero no sus heridas.
Fue entonces que la Rumbera desafió al tal Serapio a leer su mejor poema. A ver, cabrón, si usted se cree el puto Calderón de la Barca, leános, ilumínenos, y aquí yo le dejo que escriba hasta en las paredes del baño. Y fue la primera vez que nosotras oímos a Inocencio Serapio. Bueno, ellas lo oyeron, yo lo escuché, porque las demás oían pero no escuchaban. Y es que ellas no sabían que mis conocimientos sobre la poesía eran comparables a los suyos sobre el dolor. Pobres diablas. No era su culpa que no supieran quién era yo.
Me dicen Angustia. La fea. La que los clientes eligen recién cuando el amanecer entra por los orificios de la Parisienne, y las botellas vacías son un reguero de atalayas en el piso. Y aunque no lo crean, yo sé tanto de poetas como de comerciar con la dignidad. Mi abuela fue puta, mi mamá fue puta, y yo soy puta. Y aún así, conozco la poesía más que nadie en este páramo. Estos primerizos no saben que para entenderla, uno tiene que amamantar la poesía, sufrir la poesía, y sobre todo, casarse con la poesía. Y yo lo estuve. Se llamaba Amable Suplicio, aunque de amable no tenía nada. Era español. Lo conocí en los tiempos en los que mi nombre no era Angustia, sino que me decían Amancay, porque mi piel parecía una de esas flores doradas. Joven, ilusa, creía en el amor, en ese salvador. Todavía conservaba mis dos ojos, pero no sabía ver, como ustedes, chicas. Por eso creo que ahora con uno solo, una ve mejor, entiende, discierne la crueldad, comprende por fin que el amor es el invento de otros poetas para jodernos la vida.
Rojo de furia, la Rumbera desafiaba a Inocencio Serapio apuntándolo con una botella de aguardiente. Ya, no se haga pendejo, lea. Serapio temblaba, sus manos blanquecinas vibraban sosteniendo ese manojo de papeles mal doblados. Pero en aquella oscuridad de antro, no sabían si se estremecía de miedo o de emoción, y algunas dirían tiempo después, que estaba llorando como la Virgen de la pared, pero que no habían sido lágrimas negras de moho, sino que le brotaban del corazón, esas que parecen de agua bendita, y que se llegan a oler, un aroma a jazmines que apaciguaba hasta la melodía furiosa del payador, ahora apenas un remanso en aquella borrasca que era la Parisienne.
Me fui con él, con Amable Suplicio. Le di todo el dinero que había juntado durante tantos años de calvario, para empezar una vida nueva. Para que él escriba su poesía, y así ganarnos la vida allá en Europa. Pero al poco tiempo, me di cuenta de que era de esos poetas que solo saben escribir versos con los puños. Que las cuartillas que llenaba eran con mi sangre, y que su talento radicaba solo en estrofas vulgares que me dolían más que en los huesos. Joder, es culpa de usted que no me inspira, se atrevía a decir. Y yo le creía. Es que todavía veía con mis dos ojos, esos que usaba cuando aún estaba ciega. Los mismos ojos que ustedes usan ahora, chicas. Y cuando el dinero empezó a escasear, y sus versos no eran más que garabatos del alcohol, me dijo, mire, chinita, usted no puede andar así de ociosa todo el día, es hora de que se ponga a currar también, que aquí el único que se parte el lomo soy yo, joder. Y seamos sinceros, usted para lo único que nació buena es para que se la follen. Pero mire mi generosidad, no se me entristezca, la voy a llevar para que usted elija el mejor sitio, para que vea que usted es libre de elegir, que esto no es como antes, sí, libre, mí chinita, para que no termine en cualquier antro de mala muerte, ostias, para que vea qué generoso es su marido con usted, y no se preocupe, niña, esto es cosa de una temporada o dos. Ya verá cómo mis poemas vuelan.
Pero nunca volaron.
Entonces a mí que no me digan que yo no sé de poesía. A mí que no me digan que yo no sé que es comerciar con el alma. Solo se puede decir de esta servidora que nunca seré capaz de entender los menesteres del amor, porque eso se lo dejo a las ilusas, a las que todavía no tienen las heridas tan profundas como las mías.
Y fue entonces cuando Inocencio Serapio se levantó con sus hojas arrugadas, carraspeó, las marquesas cerraron sus ojos y hasta el payador aceptó frenar su guitarra. Y lo único que se pudo oír por un segundo fue el río fluyendo allá a lo lejos, meciendo a la selva, y a ese buque lleno de marineras de la soledad que naufragaba entre los lapachos y los timbós, y después, la voz de Serapio acompañada de su oleaje, sus tormentas, recordándoles que detrás de las máscaras sin vida, se ocultaban sus verdaderas sombras, las del dolor. Y fue entonces cuando Angustia, la Rumbera y las marquesas oyeron el poema más hermoso que jamás habían escuchado en su vida.
San Salvador 1970
Por Julián Lamuela (alumno de LFDH).
La residencia de sus primos en San Salvador era un piso delante de la playa. El entrar y salir continuo de los niños, de la casa a la playa y de la playa a la casa, provocaba que la arena lo invadiese todo. El suelo parecía una palestra y la labor de barrer y fregar era estéril porque aún no habían terminado que algún crio ya había entrado de nuevo con las piernas rebozadas y, al secarse con una leve sacudida, arruinaba la profilaxis casera.
Aquella “suciedad” omnipresente en todos lados parecía un prejuicio de Adrián, el único que se sentía turbado por ella; a los demás parecía no importarles. El peor momento para él era el de acostarse: tras estar un buen rato sacudiéndose los pies y frotándolos para eliminar la parte de la playa que le había quedado adosada, se metía entre las sábanas y descubría que seguían la tónica del lugar.
Al atardecer, después de una larga jornada de playa y de una siesta por la tarde, siempre ocurría alguna aventura o anécdota. Pero ninguna como la que vivió Adrián aquel verano en “La casa de las estatuas”.
Una tarde, estaba Adrián con los primos mayores, Miguel, Mercedes, Marian y Lucas. Miguel, el mayor, tenía doce años y el resto estaba entre la edad de Miguel y la de Adrián, que tenía entonces ocho. Adrián adoraba aquel momento en que se sentía un miembro de la cuadrilla y nada podía borrarle la ingenua sonrisa que se dibujaba en su cara. Sus primos lo aceptaban con total naturalidad.
—¿Queréis que vayamos a la casa de las estatuas? —propuso Miguel con su habitual entusiasmo.
—¿Casa de las estatuas? —preguntó Adrián —¿Qué casa es ésa?
—Es una casa que está llena de señores y señoras desnudos —dijo Miguel, sabiendo que su respuesta despertaría interés y curiosidad.
Y fue efectivo, porque Adrián notó cómo un estremecimiento en todo el cuerpo y se le despertó una intriga grande y morbosa.
—¿Cómo? —preguntó con candidez, pero con ganas de saber más y cierta concupiscencia que aún ignoraba.
—Cómo va a ser, sin ropa —respondió Lucas, sintiendo vergüenza ajena por la inocencia de su primo.
—¿Y les dejan? —siguió preguntando Adrián, cada vez más intrigado.
—Son estatuas, ¿o es que no te has enterado? —dijo Mercedes, con ganas de callar a Adrián a la vez que se daba la vuelta—. ¡Venga!, ¡vamos!
Adrián estaba muy excitado, la mezcla de aventura y cuerpos desnudos le había puesto muy nervioso, y se sentía a punto de traspasar las puertas de lo prohibido.
—¡Vamos! —dijo Miguel, recuperando la iniciativa que Mercedes había pretendido arrebatarle.
Los cuatro seguían a Miguel, cargados de curiosidad. Miguel guiaba el grupo seguido por Mercedes y, pegada a esta, iba Marian, aferrada a su inseparable muñeco Tato. Finalmente, Lucas y Adrián, cuya imaginación ya se había disparado; se imaginaba un mundo en que todo el mundo iba desnudo menos él, y por ello pasaba mucha vergüenza. No lo entendía porque, si estaba vestido, no debería pasar apuro.
Había anochecido y la luna llena ponía un extraño relieve a todo lo que iluminaba. Estaban emocionados, caminaban al lado de las casas frente al mar y soñaban con los peligros y aventuras que les esperaban. Andaban sigilosamente, en fila india, ocultos por las sombras de los soportales y, a cada ruido provocado por sus pasos, un arrastre de pies o una ramita que se quebraba al ser pisada, se volvían todos, reclamando silencio con un shiiit largo acompañado del índice que se cruzaba ante los labios cerrados. A lo lejos se oía el relajante rumor de las olas, y algún sedal que se desenrollaba a gran velocidad, tratando de alcanzar la línea del horizonte.
Miguel alzó la mano para indicar al grupo que se detuviese, pero las sombras les impidieron ver la señal y provocaron que cada uno chocase con su predecesor en la fila.
—Es por aquí —dijo Miguel, mientras señalaba unos huecos en la pared en los que podían apoyarse.
Empezó a trepar rápidamente y, una vez arriba de la tapia, ayudó a subir a los demás. Cuando estuvieron todos sentados en lo alto, vieron que se trataba de un muro que hacía de valla de un jardín. Miguel descendió al patio apoyado en un ciprés adosado a la pared.
—¿Cómo volveremos? —preguntó Adrián, al darse cuenta que el hueco entre el ciprés y la valla solo podía ser usado en sentido descendente.
—¿Vas a empezar a lloriquear ya? —dijo Lucas, enfadado—. Qué más da, lo importante era entrar. Ya encontraremos alguna forma de salir.
Adrián sumó la angustia a su estado de nervios, pensar en que no había vía de retorno hizo que su barriga se asemejase a una lavadora.
Manuel les fue guiando por el patio. Estaba lleno de estatuas que la luz de la luna permitía contemplar perfectamente.
—¡Mirad, aquí esta! —dijo Miguel, poniéndose junto a una de un joven de tamaño natural, un joven que estaba totalmente desnudo.
Adrián se quedó sorprendido, no solo por la desnudez evidente de la estatua, sino porque su pene tenía un tamaño descomunal.
Miguel pasó la mano por el hombro de la estatua como si se tratase de un amigo.
—¡Venga!, bájate los pantalones como él, y así comparamos —dijo Mercedes, riendo.
—¿Qué quieres comparar, esta menudencia? —dijo Miguel, agarrando el falo de piedra con las manos y tirando de él como si quisiera arrancarlo. Se subió encima de la estatua y, para ello, apoyó un pie sobre el falo y rápidamente quedó a horcajadas sobre los hombros.
—A ver, ¿quién se atreve a subir como yo?
Lucas y Adrián le dejaron allí arriba solo mientras continuaban sus exploraciones por el patio. Pasaron junto a unas figuras femeninas, que tampoco llevaban ropa. Adrián se quedó tieso mirándolas; le excitó mucho descubrir los cuerpos femeninos con dos tetas al aire, siguió bajando con la mirada y vio que, donde empezaban las piernas, no había nada.
—Atontado, ¿qué miras? —le dijo Lucas, dándole un suave capón—. ¿Ya te estás echando novia?
—¿Por dónde hacen pis? —preguntó Adrián, intrigado.
—Qué tonto que eres, por la almeja, por dónde va a ser.
Adrián no quería parecer ignorante, pero continuó muy intrigado.
Un haz de luz apareció por la puerta de la reja que cerraba el patio, debía de ser un sereno o vigilante que hacía la ronda, posiblemente alertado por los ruidos procedentes de donde debería de haber silencio.
—¿Quién anda ahí? —se oyó una voz autoritaria, fuerte y atronadora, al tiempo que la linterna hacía un barrido general y cruzaba todo el patio.
Adrián y Lucas se escondieron detrás de las estatuas femeninas que estaban contemplando en aquel momento. Había muy poco espacio entre ellas y la pared de atrás, pero gracias a su talla aún pequeña, lograron ocultarse bien. El culo de una de las chicas quedaba aplastando la cara de Adrián.
La luz de la linterna recorría distintos puntos del patio a medida que avanzaba. Mercedes y Marian se habían escondido detrás de los cipreses y fueron caminando hasta la reja de la entrada, que el vigilante había dejado abierta. Cuando estuvieron a pocos metros, echaron a correr. Fueron tan rápidas, que el haz de la linterna no llegó a tiempo de enfocarlas.
—¡Vaya, vaya! Parece que alguien se ha escapado, no creo que el resto tenga tanta suerte —dijo el vigilante en tono socarrón.
Lucas estaba contemplando la cara de Adrián, aplastada entre las nalgas de la doncella.
—Se acaba de tirar un pedo—dijo Lucas a Adrián en voz baja.
Adrián no consiguió reprimir su risa, hizo un redoble con los labios apoyados sobre el trasero de mármol y provocó un auténtico efecto de pedorreta.
Las risotadas posteriores delataron su presencia al romper el tenso silencio. La luz de la linterna enfocó las estatuas que les escondían. El vigilante dejó a un lado la socarronería y utilizó un tono más iracundo y nervioso.
—Ya sé dónde os escondéis, salid de allí ahora mismo.
La luz de la linterna rondaba alrededor de las estatuas, buscando a los chicos. Lucas salió de su escondite y empezó a correr como una locomotora en dirección a la luz y Adrián decidió seguirle de igual forma. El objetivo de Lucas era tratar de tumbar al vigilante de una embestida, el de Adrián era seguir a Lucas. Cuando estaban muy cerca y ya iluminados por el foco, el vigilante abrió los brazos como un portero de fútbol dispuesto a detener los pelotazos. Y así lo hubiese hecho, si no le hubiese distraído un fuerte grito.
—¡Fumanchuuu! —gritó Miguel mientras saltaba desde los hombros de la estatua del joven efebo.
El vigilante quedó distraído mientras veía que una figura emergía por detrás de la estatua, en el centro del patio, y parecía que iba a despegar mientras gritaba. Un montón de palomas emprendieron asustadas el vuelo de forma simultánea, creando una gran algarabía con sus aleteos. Esta distracción permitió a Lucas bajar la cabeza y apuntar al puente formado por las dos piernas del vigilante.
Tras el fuerte impacto, el vigilante se dobló y Lucas y Adrián pudieron seguir su carrera hacia la reja de la entrada. Como sabían que no los seguían, se detuvieron en la primera bocacalle.
—Seguro que ha cogido a Miguel, ¿qué hacemos? —dijo Adrián, tan preocupado como excitado.
—Nada, irnos para casa —respondió Lucas.
—¿Cómo que nada?, gracias a él hemos logrado escapar, aquel tío nos tenía en su punto de mira.
—¿Qué quieres hacer?, no podemos hacer nada.
—Yo no sé lo que hay que hacer, sólo sé que no debemos dejarle solo allí — insistió Adrián.
Volvieron a observar y, desde la reja, vieron que había luz en una habitación de la planta baja.
Tenemos que llamar la atención para que salga —dijo Lucas.
Empezaron a agitar la reja y a hacer ruido. Al poco, apreció el vigilante con su linterna. Siguieron haciendo ruido hasta que presintieron que la luz estaba ya muy cerca, entonces corrieron a ocultarse tras una duna en la arena de la playa. El vigilante abrió la reja. Iba iluminando en círculo el exterior, sin separarse de la puerta. Lucas y Adrián tiraban piedras lejos, para distraer su atención, y con éxito, porque cada vez que lo hacían, el vigilante dirigía el foco hacia el lugar de donde procedía el ruido. Pero no abandonaba la reja.
Tras unos minutos, se cansó y volvió con su luz al interior del recinto.
—Vámonos —le dijo Lucas a Adrián.
—¿Y Miguel?
—No conoces a mi hermano, es un artista de la fuga, con el tiempo que ha durado nuestra distracción, seguro que ya está en casa. Y este hombre va a salir muy mosqueado —dijo Lucas en un tono muy convencido.
—¿Estás seguro?
—Ven y verás.
Empezaron a caminar. Adrián seguía preocupado por su primo, no tenía claro cómo habría podido huir, quizás era porque siempre se ponía a sí mismo de ejemplo, él no era desde luego un experto en fugas, todo lo contrario. Siempre acababa recibiendo porque creía que había que ser valiente y dar la cara, como le había enseñado su madre.
Se cruzaron con un extraño señor con sombrero y gafas de sol.
—¿De dónde vienen, jovencitos? —dijo Miguel imitando la voz grave de un adulto.
—¡Miguel! —dijo Adrián, sorprendido y emocionado al mismo tiempo—¿Cómo has escapado?, por cierto, gracias por ayudarnos a escapar. ¿Qué ha pasado? ¿Te ha cogido?
—Sí, me pilló en el suelo. Tras saltar de la estatua, me torcí el pie y me caí, mi intención era ir corriendo hasta la puerta, y lo hubiese podido hacer de no haber caído. Vino a mí hecho una furia, me cogió y me zarandeó. Seguidamente me llevó a una habitación de la casa que debía ser su oficina porque solo había dos sillas y una mesa. Me dijo que iba a hacer que largara vuestros nombres para hablar con nuestros padres. Todavía no sé por qué no me pegó, pero parecía estar cerca de hacerlo. También habló de llamar a la policía. Mientras hablaba se empezaron a oír ruidos procedentes del exterior.
—Éramos nosotros—dijo Adrián.
—Pues se levantó, cogió la linterna de nuevo, y salió, cerrando la puerta con llave. Entonces yo abrí el cajón de la mesa, recogí estas gafas de sol y tres canicas, y un sombrero del perchero. Subí la persiana de la ventana, la abrí y salté a la calle.
Adrián estaba muy cansado de tantas emociones. Orgulloso de haber podido ayudar a su primo mayor a escapar. Confuso, porque no creía que estuviese bien coger los trofeos del vigilante, excitado del montón de emociones que había sufrido, intrigado porque todavía no entendía la pasión que le generaban aquellas estatuas y angustiado porque tenía que volver a meterse entre las sábanas llenas de arena.
El cuarto amarillo
Por Goretti Gómez Ortiz (alumna de LFDH).
- ¿Dónde duermes?
- En el cuarto amarillo - contesté.
- Qué curioso, en tu casa las habitaciones tienen color.
- Es que me dijeron que ese cuarto había sido amarillo.
Ya desde pequeña, he ansiado un espacio propio.
Yo no sabía qué significaba eso, pero lo que no quería era un “cuarto amarillo”.
El cuarto de nadie y de todos.
El de las niñas, cuando dormían.
Pero en que se planchaba ropa o se guardaban las mantas.
¿Almacén? ¿Ropero?
Un lugar para todo y para todos.
Del armario del cuarto amarillo se me asignó, por decreto, un estante a la altura de mi estatura para mis pertenencias y un trozo de la barra para colgar mi ropa. Un lujo. Mi ropa menuda se guardaba en el primer cajón de un chifonier colocado en un lugar recóndito de la casa.
Mi intimidad quedaba al ventistate.
El único cajón, que al cerrarse podía esconder tus secretos, correspondía siempre a otros.
El ansiado cajón del armario del cuarto amarillo.
Empecé siendo copropietaria de este.
La nuda propiedad llegó ya demasiado tarde.
Me recuerdo muchas noches, en la cama, tapándome con la sábana hasta la cabeza imaginando que bajo de ese techo de tela estaba mi casa.
Yo con mi yo. Sola.
¿Era porque deseaba la soledad? No creo.
Era porque deseaba mi espacio propio.
Era la huida del cuarto amarillo.
Del cuarto de nadie.
Esa necesidad de intimidad, fruto de su carencia, ha conformado mis estándares de intimidad.
De pudor. De discreción.
La vivencia del cuarto amarrillo me catapultó a la búsqueda, incesante, de mi espacio propio.
Espacio, armario, casa, rincón, despacho, mesa, ventana.
Mi espacio, mi armario, mi rincón, mi despacho, mi ventana.
Mi aire que respirar.
¿Dónde estuvo entonces mi espacio propio?
Creo que, dentro de mí, porque fuera no había.
De cuarto amarillo a habitación propia.
Un camino largo que recorrer solo o en compañía de aquel que no invada tu espacio propio.
Y si ese espacio es una habitación… que sea propia. Y quien entre que siempre pida permiso para ello y siempre sepa que está en tu espacio propio.
Porque de tu espacio propio el único dueño eres tú.
Que sea tuyo.
Tu cuarto amarillo.
Las cosas que no sé si sabrás
Por Viviana Baró (alumna de Cuento y Relato para adultos en LFDH).
Te imaginé bajando las escaleras con la certeza dentro de aquel sobre que nunca vi. Llovía y resolviste volver caminando a casa.
Enrique había confirmado tus sospechas. Le preguntaste cuánto tiempo podría pasar hasta que los síntomas dejaran de serlo o vos dejaras de reconocerlos. Te habló en forma vaga de unos cinco, tal vez siete años, te dijo que, por otro lado, estabas en perfecta forma física y que tu curiosidad y ganas de hacer cosas eran elementos favorables.
Era octubre, lluviosa y florida primavera allá, otoño de hojas doradas y rojizas acá. Pensaste en eso, en los años que recordabas las Navidades con gardenias y los agostos enguantados mientras veías caer la nieve o cargábamos el coche para partir rumbo a la playa. ¿Cuántas veces repetiste que, pese a los años transcurridos, si pensabas en cualquier mes, no lograbas ubicarlo dentro de la estación que vivías en esta otra parte del mundo?
Te preguntarás como sé todas estas cosas. Hice algo que jamás pensé que haría: leí tu diario, ese diario que empezaste a escribir aquel octubre.
En diciembre de ese año, insististe en ir a pasar una Navidad con jazmines. Yo no pude acompañarte, tenía, como siempre, compromisos de trabajo.
Regresaste como si nada, o mejor dicho, como siempre, hablando sin parar de aquellas tres semanas, de tu madre que “nos va a enterrar a todos”, de la situación del país, de los amigos. Retomaste tus cursos y talleres. Lo que nadie supo fue que habías decidido aprender a nadar.
Llegó el verano y nos sorprendiste zambulléndote y braceando hasta más allá de las boyas. Luego vino lo del parapente que te regalaste para los sesenta y cinco años. El invierno te vio esquiando sin parar. Fue como si hubieras comenzado a devorarte la vida.
Un día llegaste en la Vespa que Mariano había dejado cuando se fue a la universidad con el pedido de que nadie la tocara. ¿Un nuevo aprendizaje para disfrutar en primavera?
Sonreíste ante el evidente sarcasmo de mi pregunta y no dijiste nada.
¿Con cuántas otras cosas extrañas nos sorprendiste? ¿Te diste cuenta de que sospeché que tenías un amante joven? Tus distracciones, tus olvidos, tus confusiones no me llamaron la atención, siempre habías sido “despistada”, como te definías a vos misma. Pero sí lo hicieron tus silencios, tu impaciencia. Tuve celos y no te lo dije.
En esos años, el cáncer hizo estragos entre nuestros amigos. Una vez te escuché diciendo a media voz: ¿y por qué no a mí?
Cuando comenzaste a insistir en firmar un testamento vital, ya quedó claro lo que llegaba.
Ahora estoy aquí, como cada semana, arrepentido del tiempo que dediqué al trabajo en lugar de unirme a esos años en que nos sorprendías con tus “locuras”. Me hace bien contarte estas cosas, siempre las mismas, lo sé, pero no sé si las recuerdas. Tampoco sabré si sabías que yo sabía. No fue Enrique, te lo aseguro, se llevó el secreto a la tumba, como le pediste aquel octubre. Lo leí en tu diario cuando tuve celos.
Una carta para Cordelia
Por Elena Casas Serrate (alumna de Cuento para adultos en LFDH)
Relato inspirado en la obra “El rey Lear” de William Shakespeare y que forma parte del libro "Los matices del claroscuro".
"La familia rota por culpa de la herencia que nos ha separado, quizá para siempre. No sé si llegaré a ver a mis hijas reconciliadas."
Para Adriana este pensamiento era una tortura. No sabía si algún día volvería a tener paz.
Oscurecía y, aunque la lámpara de pie estaba encendida, el cuarto de estar permanecía casi en penumbra. Se había quedado adormilada. Las finas cortinas de lino color crema iban y venían a merced del aire. De repente, una puerta se cerró y la sobresaltó, despertándola de la modorra que la vencía.
-Mamá, ¿cuántas veces tengo que decirte que no te quites la manta de las rodillas? -dijo Cordelia.
-Pero ¿qué más da que esté un poco más arriba o un poco más abajo?
-Pues claro que da, luego te constipas y por la noche te duelen las piernas.
-Bien, como tú digas- y se subió la mantita de cuadros.
- ¿Vas a cenar?
-Solo un caldito, no me apetece nada más.
-Deberías tomar algo sólido, una tortilla, un poco de jamón de York…
-Deja, deja, que luego me cuesta coger el sueño.
-Bueno, como quieras. Si quieres te sirvo el caldo.
Cordelia era la pequeña de sus tres hijas y la más bajita. Siempre había sido delgada, se parecía a su padre.
El último regalo que le había hecho era un sillón color café. Le dijo que era para
gente delicada, pero bien sabía ella que era para viejos. Tenía orejones para
apoyar la cabeza y era duro para no hundirse. Al tocar un botón, subía la parte
de los pies y se ponía en posición horizontal, entonces se arrebujaba con la mantita de cuadros y le daba la sensación de estar en la cama, porque no le dolían los huesos. ¡Qué bien la conocía su hija!
Cordelia la acompañó al comedor y le ayudó a sentarse para que se tomara el caldo.
-Ahora un yogurt, ¿vale?
-Mira que eres pesada.
Cuando terminó, se lavó los dientes, su hija la ayudó a acostarse y le dio las buenas noches con un beso. Le dejó encendida la luz de la mesita.
- No tardes en apagarla. Ha llegado la cuidadora. Yo me voy, pero si necesitas algo se lo pides. ¿De acuerdo?
- Bien, bien. Buenas noches, hija y muchas gracias. ¿Qué sería de mí sin tus cuidados?
-No exageres, mamá.
Cuando Adriana apagaba la luz y cerraba los ojos, recordaba su matrimonio y pensaba en sus tres hijas. “Las tres flores” como le gustaba llamarlas a Jorge.
-.-
Habían estado casados cincuenta y dos años. Eran jóvenes cuando empezaron el proyecto con el que habían soñado y, aunque estaban muy enamorados, les costó lo suyo encajar. La verdad, no sabía si habían encajado nunca. No fue fácil para ninguno de los dos comprender y respetar siempre al otro.
Luego vinieron las hijas. ¡Eran tan distintas!
María, la mayor, era fuerte, autoritaria, cerebral, muy guapa. Estudió farmacia. Se casó y tuvo dos hijos. Se divorció después de quince años. A su madre le impresionaba la indiferencia con que hablaba del tema << Mamá, a ti qué te importa, ha sido una decisión tomada entre los dos. No te metas. Hemos quedado como amigos, cada uno tiene derecho a rehacer su vida. Lo vuestro de “para toda la vida” ya no se lleva, resulta hasta ridículo>>.
Luisa era la mediana, tímida, bajita, regordeta, rubia, siempre estuvo dominada por su hermana. Allí donde iba María, Luisa la seguía sin rechistar. A veces, mentía por defender a la mayor y se llevaba el castigo, pero parecía sentirse orgullosa de asumir el papel de segundona. Había estudiado educación infantil y consiguió trabajo en un colegio privado. Le iba bien. Cuando en casa le preguntaban si pensaba casarse contestaba <<eso son cosas mías>> y se ponía tan tensa que dejaron de hablar de sus temas personales.
Cuando nació la pequeña Cordelia, a su marido no le iba bien en el trabajo., supo que el socio le había hecho un desfalco. Se podría decir, que llevó el embarazo sola. Jorge no la apoyaba cuando se encontraba mal o cuando iba al ginecólogo. Decía que era una exagerada <<ya no eres una madre primeriza y sabes cómo arreglárselas>>. Su mal humor era constante y, aunque reaccionó bien durante el parto y los dos días siguientes, luego volvió a encerrarse en su mundo, en sus dificultades que, según decía, quería llevar solo.
Cuando Adriana le decía <<anda, dime ¿qué te preocupa?>> él respondía que no quería darle disgustos, bastante tenía ella con amamantar a la niña y levantarse por las noches cuando lloraba. Si necesitara ayuda para solucionar sus problemas, se la pediría a quien pudiera ayudarle, sus problemas no eran cosa suya. <<No te metas>>
Cordelia iba creciendo, para Jorge fue como un muñeco de peluche al que se le dedica una mirada de vez en cuando. Adriana veía la situación y sufría, la niña la notaba y la manifestaba con sus rabietas, con sus inseguridades y con sus caprichos consentidos. ¿Por qué si no amargaba la vida a su madre con la tiranía propia de los niños?
Cordelia tuvo una infancia con un padre ausente. Al llegar a casa no podía soportar sus lloriqueos, decía que estaba cansado y pedía que la acostaran. Se ponía las zapatillas y se atrincheraba detrás del periódico hasta la hora de cenar. Cuando había que comprarle algo y Adriana le pedía dinero, respondía: << ¿no puede aprovechar lo de sus hermanas, se llevan poco tiempo? >>
La pequeña estudio Económicas con notas brillantes y consiguió un buen empleo en la banca, donde conoció al que sería su marido.
El tiempo fue pasando y cuando Jorge enfermó, Adriana estaba delicada. La enfermedad de Jorge fue larga y dura, y a ella le faltaban las fuerzas para cuidarle, sin embargo, confiaba en la ayuda de sus tres hijas.
María y Luisa casi no aparecían por casa. Decían que tenían mucho trabajo, que estaban estresadas y se conformaban con regalar a sus padres una llamada por teléfono de vez en cuando. Con buenas palabras, animaban a su madre para que no se viniera abajo <<Mamá, tú siempre has sido fuerte. ¡No te derrumbes, lo de papá es ley de vida, ten paciencia! Todo se pasa. No te quedes encerrada en casa, sal a merendar con tus amigas, ve al cine. Es importante que te distraigas>>.
Solo la pequeña Cordelia le apoyaba. Tenía familia, pero se organizaba bien con la ayuda de su marido. Pidió una excedencia laboral y a las ocho de la mañana estaba en casa dispuesta para lo que hiciera falta.
Jorge preguntaba a Adriana porque no venían María y Luisa, hasta que se dio cuenta de lo que ocurría y dejó de nombrarlas.
Todos los días veía cómo Cordelia hablaba con los médicos, iba a la farmacia, al mercado, les hacía la comida, controlaba las cuentas del banco, los desperfectos de la casa, les contaba chistes, les marcaba el número de teléfono de los parientes para que pudieran hablar... Jorge observaba y callaba.
Un día, cuando su hija no podía oírlos dijo:
-Adriana, he pensado en cambiar el testamento, tú seguirás siendo la usufructuaria de todo, pero…
- ¿Estás seguro, Jorge?
- ¿No ves lo que está ocurriendo? ¿No te das cuenta de cuál de nuestras hijas está a nuestro lado o es que todavía confías en María y Luisa?
-Sí, tienes razón.
A los pocos días, delante de notario dictó el nuevo testamento. Cuando terminó, se besaron y esbozó una sonrisa con las pocas fuerzas que le quedaban. Adriana entornó las puertas del balcón, corrió las cortinas y se retiró de puntillas.
Jorge murió al cabo de una semana.
-.-
El notario citó a Adriana y sus hijas para la lectura del testamento. Las tres hijas llevaban peinados favorecedores, tacones altos, trajes chaqueta de corte impecable, bolsos de marca y discretas joyas escogidas para la ocasión.
Adriana fingía no estar nerviosa, pero temía cómo reaccionarían las dos mayores.
Se sentaron en lujosas sillas forradas de terciopelo verde y al oír la lectura, María gritó a Cordelia:
<< ¡Esto es lo que buscabas estando todo el día en casa de los papás. Ahora me doy cuenta. Les hacías la pelota para quedarte con todo, mira la mosquita muerta. Nunca más vuelvas a dirigirnos la palabra, eres una ladrona, nos has robado lo que era nuestro!>>.
María se levantó con brusquedad y Luisa fue la que dio el portazo.
El notario se retiró. Dos de las cuatro sillas de terciopelo verde no tenían quien las ocupara.
-Mamá, lo siento por ti -dijo Cordelia.
-No te preocupes, hija, ya esperaba esta situación. Tienes que ser fuerte y aguantar el tirón. Papá hizo lo que creía que tenía que hacer. Por cierto, esto es para ti.
Adriana sacó del bolso un sobre blanco.
<<Querida Cordelia, perdóname por no haberte valorado y mostrado mi amor como te merecías. Gracias por todo lo que has hecho por mí y por tu madre con tanto sacrificio y tanta alegría, hija.
Papá, que te quiere y desearía haberte querido más >>
-.-
Ahora, en la cama, Adriana se sumerge en el sueño, las figuras de su hijas mayores se alejan, tienen el gesto de la boca torcido, se balancean en un suave zigzag vertical y se difuminan rodeadas de humo blanco. Parece que se libera de ellas, pero sabe que volverán a torturarla al día siguiente. Cierra los ojos, se rinde y suspira <<mañana será otra mañana>>.
NOVI SAD
Por David Blázquez (alumno de Cuento para adultos en LFDH)
Dije que en Novi Sad. Y ella, sin acabar de entender, preguntó ‘¿dónde?’. Novi Sad, repetí, en la región de la Vojvodina. Luego me preguntó que cómo conocía yo esa ciudad. Y yo dije ‘no sé’, y mentí. Y ella, que aun así quería saber, dijo ‘quizás por alguna mujer’, y yo guardé silencio, que es otra forma de mentir, o de decir la verdad.
Continué.
Le expliqué que en Novi Sad el Danubio cruza formando un hermoso meandro alrededor de la antigua fortaleza y en el que desembocan las aguas de un canal. Y que en los días en que el Danubio baja revuelto, los barcos deben andarse con mucho cuidado para no acabar varados en la orilla del margen izquierdo, junto a la central eléctrica, la que tiene una alta chimenea con franjas rojas y blancas para que la vean los aviones. Y le conté que una vez, pocos años atrás, un barco atiborrado de delegados de la Unión Europea que visitaban Serbia para renovar según dijo el periódico local ‘nuevos lazos de amistad’, quedó varado a causa de las fuertes corrientes justo en ese lugar, junto a la chimenea, y que no se pudo servir el cóctel a bordo, y que el personal de protocolo, nervioso por el contratiempo, tuvo que sacar uno a uno a los delegados por una estrecha pasarela para llevarlos hasta barcas más pequeñas que pudieran acercarlos a la orilla. Y que cuando le llegó el turno a la delegada alemana, esta se resbaló y cuando pudieron echarle mano ya tenía medio cuerpo metido en el agua y hubo que estirarla fuerte de los brazos hasta sacarla (a ella, a la delegada de redonda cara austro-húngara), el vestido echado a perder, la peluquería de primera-hora-de-la-mañana-en-la-habitación-del-hotel para nada, los zapatos flotando río abajo. Y que ese día hacía frío, y que el capitán y los marineros se sonreían en el puente de mando, mirando la escena, apoyados en un viejo pasamanos de madera y fumando tabaco serbio. Y que a aquel capitán le hubiera gustado huir del país en los años noventa, pero no lo hizo, y que era originario de un pueblo del interior de Serbia llamado Čačak, donde el mar sólo existe en los sueños.
‘¿Y tú cómo lo sabes? ¿también subiste a ese barco y conociste al capitán?‘, me preguntó. Y le dije que no. Y le volví a explicar lo de los sueños. Y le enseñé la diferencia entre la Č y la Ć.
Le expliqué también que en las primeras décadas del siglo XX vivió en Novi Sad una física y matemática llamada Mileva Marić, más famosa por ser la primera mujer de Albert Einstein que por ser una de las primeras mujeres licenciadas en física y matemática en Europa. Dicen que antes de casarse, Mileva y Albert tuvieron una hija de la que no se conoce con certeza cual fue su destino, si fue dada en adopción o si murió de escarlatina. La niña se llamaba Lieserl. Lieserl Einstein Marić. No sucedió así con Eduard y Hans Albert, los dos hijos varones que tuvieron luego, más adelante, una vez casados. Y hay quien piensa, y no sin justificación, que sin algunas de las investigaciones de Milena, Einstein no hubiera elucubrado nunca las teorías para comprender el universo y que tan famoso le hicieron. Pero siempre he pensado que a aquel hombre la fama le importaba más bien poco y que nunca imaginó que acabaría convertido en un icono para camisetas y tazas de desayuno. Aunque quizás no sea así.
Ella asintió, como dando carta de veracidad a la historia y a mis comentarios, luego se miró distraídamente la punta de los dedos. ‘Cuéntame más cosas de ese lugar y dime por qué no me llevaste’, dijo al fin, como si no le apeteciese la quietud del sofá de la tarde, de la cortina entreabierta por el aire y del punto de libro asomando entre las hojas. O quizás tan solo porque se aburría.
Seguí.
Le conté, tan solo porque me aburría, que en Novi Sad aún se pueden ver las pilas de uno de los tres puentes que alguien decidió volar un día con aviones grises desde las alturas, no tantos años antes de que sucediera la historia de los delegados de la Unión Europea que vinieron de visita. Y que la gente de allí, una vez reconstruyeron el primer puente, el que une la ciudad nueva con la antigua fortaleza, tomó la costumbre de ir a este nuevo puente justo después de cada lluvia y así, apoyados en la baranda, ver como el arco iris se refleja en las aguas del Danubio. Y que para ellos es como si el río les regalara una sonrisa, o una victoria, o las dos cosas. Y creo recordar que pensé que me había quedado una historia algo cursi pero divertida y me vinieron a la cabeza Comala y Macondo. Ella, por su parte, creyó que le estaba tomando el pelo e hizo una mueca. Pensé entonces en explicarle también la historia de aquel niño perdido en los túneles y de la música, pero no lo hice. Eso creo que pensé por entonces.
Por entonces yo. Bueno, qué más da. Tan solo diré que por entonces yo aún creía que era demasiado pronto para dejar de fijarse en las cosas y fijarse en la sombra que dejan las cosas. Y que seguramente aún me sucede. Y que las sombras no me interesan. Pero, qué más da, digo. Sé que no dije nada de por qué no la había llevado a Novi Sad y sé que puse a Chopin en el antiguo tocadiscos de la sala de estar, y que cenamos casi en silencio y nos fuimos a la cama, y que a medianoche me desperté y le hice el amor con la luz apagada. Ella suspiraba aún entre sueños y yo imaginé que sus piernas eran más largas de lo que eran, y también más blancas y que tenía un lunar en un lado del vientre, un lunar que bien podría ser un Aleph. Y ella debió imaginar otras cosas que yo no sé. Luego me quedé dormido y soñé algo que no recuerdo. O quizás soñé despierto y tampoco lo recuerdo. ‘¿Son guapas las chicas de Serbia?’, me preguntó a la mañana siguiente, ya en el desayuno. Y yo respondí que sí, que mucho. Pero que aún más guapas que las serbias son las eslavas de Crna Gora. Y ella frunció el ceño sin saber a qué me refería y pareció pensar otra vez que le tomaba el pelo con palabras extrañas y siguió con su desayuno sin decir nada más. Y al nada pareció ya no importarle.
Pasaron los días y con ellos el verano. Había sillas nuevas en la oficina, más ergonómicas y habían cambiado de marca de café. El mismo fin de semana en que hice la paella para diez, el Español ganó su tercer partido consecutivo en segunda y el hijo pequeño de mi amigo cumplió otra vez doce. Yo me compré unas camisas sin esperar a las rebajas. Ella había ido a la peluquería o a yoga, y mientras cortábamos tomates y poníamos el agua a hervir, me repetía con dulce insistencia esas cosas de que la persona más importante de mi vida soy yo mismo, y que con esfuerzo llegaría a conseguir ser la mejor versión de mí mismo y de la importancia de fluir y de disfrutar de los detalles pequeños de la vida sin subyugarse al deseo, y algo más de mí mismo que no recuerdo. Yo por mi parte me había propuesto desayunar cereales y tomar más fruta.
Salí hacia el trabajo. Habían cambiado el anuncio de la parada del V13 y en vez de la chica en lencería con el pelo rubio y casi sin tetas que parecía darme los buenos días cada mañana, había ahora un gordito con bigote sosteniendo un décimo de lotería del sorteo de Navidad con su mano rechoncha. De la cabeza del gordito con bigote y mano rechoncha salían sus pensamientos. Sus pensamientos eran, por este orden: 1.Un barco de cruceristas, 2.Un casoplón al lado de un campo de golf y de una palmera, 3.Él mismo, con traje y corbata y acompañado por un señor que sostenía un pastel y que le abría la puerta de un coche largo y de color blanco. Ni rastro en sus pensamientos de la chica en lencería con el pelo rubio y casi sin tetas.
El primer puente de tres días nos escapamos a la costa, al mismo pueblo del año anterior y por las mismas fechas. Salimos a andar por uno de los caminos de ronda que bordean el agua. ´Entonces, ¿me llevarás a Novi Sad?’, me preguntó de repente. Y yo guardé silencio y seguimos caminando y solo se oía crujir de la grava bajo nuestros pasos. La tarde caía y pensé que en breve saldría la luna con ese color de mandarina que tiene a veces al salir, y que debían faltar tres o cuatro días para que fuese luna llena, y que ya no la veríamos juntos. Ni esa ni ninguna otra. ‘¿Sabes?’, recuerdo que dije de repente, en Novi Sad, bajo la antigua fortaleza de Petrovaradin, en el margen derecho del Danubio, hay un laberinto de túneles con varias entradas y salidas, algunas de ellas aún hoy casi desconocidas. Tantos túneles hay, que su longitud total supera los treinta quilómetros y antiguamente, en alguno de los tramos, había incluso catacumbas donde enterrar a los muertos cuando la fortaleza se encontraba bajo asedio. Hoy en día hay visitas organizadas a los túneles, seguí explicando. Puedes caminar con linternas mientras te cuentan la historia de su construcción y te invitan a beber licor. Algunas de las visitas se hacen caracterizadas con vestimentas antiguas e incluso puedes pasar la tarde entretenido con pruebas y juegos de rol. Eso dicen los chicos que lo organizan, siempre en grupos reducidos. Tan importantes son los túneles que los escolares de distintos puntos del país van a visitarlos en viaje de fin de curso. Es visita obligada.
Y le expliqué también, al fin, que allí en Novi Sad, en la región de la Vojvodina, hace unos años, en una de esas visitas de escolares a los túneles, se perdió un niño, pero que no lo echaron a faltar hasta bien entrada la noche y que luego anduvieron horas y horas buscándolo. No fue hasta el amanecer que lo encontraron, tranquilamente dormido, acurrucado en un hueco que dejaban las paredes del túnel y que parecía estar hecho exactamente para él. Cuando lo entrevistaron en la televisión nacional, el niño (acompañado en las imágenes de la tele por toda su familia y por varios vecinos del pueblo) dijo con voz ingenua que se había despistado, y que de repente se vio solo y se puso nervioso y que se perdió y que anduvo por los túneles hasta que empezó a fallar la pila de su pequeña linterna. Y que fue entonces cuando se acurrucó y se fue quedando dormido a la vez que se iba quedando sin luz. Pero que en ningún momento tuvo miedo, pues allí, acurrucado, con la cremallera del anorak subida hasta arriba para no pasar frio, las manos metidas en los bolsillos y la cabeza apoyada en la mochila, le pareció oír con claridad, una y otra vez, a través de las paredes y de la bóveda del túnel, la misma melodía de Chopin que habían aprendido en la clase de solfeo en el colegio, ese mismo año.
El enanito gruñón
Por Teresa Ferrer (alumna de Cuento para adultos en LFDH)
Matías
– He cuadrado la caja ¡hasta mañana! – grita Matías a Juan que, como cada día, es el último en dejar el establecimiento.
– Hasta mañana – contesta Juan mientras acaba el recuento de tornillos.
La ferretería en la que trabaja Matías está, como todas, llena de cajas, cajitas y cajones desbordados de cachivaches. Cuenta con unos empleados tan antiguos como la casa, de una conducta intachable.
Después de años de íntegro comportamiento, la dirección confió en Matías la responsabilidad de la caja, ¿quién podría sospechar de él con ese aire de sacristán regordete y bonachón?
No hay constancia de cuándo inició su actividad delictiva. Sin una necesidad económica manifiesta, se trataba más bien de un extraño placer al pequeño hurto.
Al salir del trabajo Matías, no va de chatos como acostumbran a hacer los compañeros. Nunca se le ha conocido novia ni pareja estable. Él va directo a su casa, besa a su madre y se asea. Luego se dirige al jardín trasero y guarda sus pequeños botines en el interior del duende de yeso con cara de enfado que reposa encima de una piedra plana con musgo. Coge un bocadillo recién preparado por su madre y se sienta con ella a ver su programa favorito. No soporta desajustes en sus horarios: siempre, siempre, los mismos actos con la misma cadencia.
Ofelia
Ofelia se dirige a la cita que convocó hace una semana en redes.
– Qué ganas de ver a la peña, ¿llevas las direcciones? – pregunta Alicia.
– Sí, claro, tengo treinta confirmaciones. Haremos seis grupos de cinco. – Ofelia coordina la plataforma con mano firme.
Llegan al parque y se dirigen al encuentro de su gente.
– Salva, tú y cinco más, vais al barrio de Can Trabal, ¿lleváis linternas? Todo está a la vista, no habrá error. – Ofelia le da un papel con las direcciones y resto de datos apuntados.
– Mateo, tú y tu grupo vais a Vallpineda; tú, Mila, a Covanegra. – Ofelia acaba de informar al resto de grupos –en el mismo papel os he puesto donde hay que soltarlos, os pido que no me falléis. Mañana, como siempre, nos comunicamos. En el bosque no os olvidéis: bajo cada bulto la dirección a la que pertenecen. No quiero errores.
Ofelia y Alicia llegan con su grupo al primer punto acordado. Se adentran sigilosamente en un sencillo jardín algo caótico y desvencijado. Encima de una piedra plana con musgo, un gnomo de escayola con los brazos cruzados frunce el ceño. Con cuidado lo introducen en un saco y en silencio siguen con las direcciones restantes.
Finalizado el acopio, llega la anhelada liberación. Se dirigen a una arboleda cercana y adentrándose en el bosque los depositan a cierta distancia uno de otro. Acabada la misión regresan a sus casas satisfechos.
Desde que es Coordinadora del Frente de Liberación de Enanitos de Jardín (Facción Oriental), Ofelia no ha cometido ninguna equivocación y su plataforma ha conseguido liberar a doscientos enanitos.
Blas
Muy cerca del bosque, a las afueras de la ciudad, hay una minúscula barraca donde malviven Blas, Rosa y dos niños. Él vende los metales y cartones que recoge en contenedores. Ella paquetes de kleenex a los conductores, siempre en la misma esquina, Calatrava con San Bernardino.
Esa noche, al volver a casa, Blas ve un bulto que le llama la atención en la arboleda previa al bosque y no duda en llevárselo a casa.
– Mira Rosa, que enano m’encontrao. – Blas le muestra el objeto ceñudo.
– Pues sí que está mal la cosa pa´ que vengas con esa tontada – gruñe Rosa –¡por eso ni un real! — Le da la espalda de malas maneras y le propina un manotazo involuntario al duende, que aterriza en el suelo y se hace añicos. Billetes verdes y marrones sobrevuelan el sombrero rojo que es lo único que ha quedado intacto.
– ¡Aibá! Parecen buenos y to´. – Blas mira incrédulo a su mujer.
La Dirección
Como cada mañana, Matías abre la caja para cobrar la primera venta y sustrae un billete que va disimuladamente a su bolsillo.
Pero hoy todo se conjuga para contrariar a Matías, al que no le gustan nada los cambios.
Aún no sabe que el enanito gruñón y su contenido han desaparecido de su jardín y tampoco que la dirección ha instalado un vídeo chivato en puntos estratégicos del establecimiento, entre ellos la caja, aconsejados y subvencionados por la Federación de Comerciantes del barrio que se ha propuesto proteger a los negocios históricos frente a los cada vez más escasos ingresos.
Cosiendo la vida
Por Rosa María Lucea (alumna de Cuento para adultos en LFDH)
Tracatac, Tracatrac… las máquinas de coser no paraban de trabajar, inundando el ambiente de aquel antiguo taller del barrio gótico de Barcelona. Ahora cuadritos rosas, al terminar la bobina de hilo, entraban las rayitas azul celeste. Los cuellos blancos almidonados siempre eran para el final.
Para el distinguido hotel del centro, para la escuela del barrio o para el personal de servicio de casa de la señora Capdevila Batas, delantales, cofias… Todos se amontonaban en los regazos de las costureras que con manos angelicales, picoteadas por los alfileres, iban amontonando en pilas los terminados. Corrían los años sesenta y todo relucía limpieza, brillo y esplendor.
—¡Hola!, ya he llegado. He venido a ver a la abuela —se escuchaba a Raquelita con voz risueña. Su cabeza se asomaba por el ventanuco de madera desgastada que comunicaba la escalera que accedía a la vivienda de la abuela Raquel con el taller. Apenas lograba meter por él su esmirriado cuerpo, ya que estaba pensado para traspasar paquetes y para hablar sin subir las escaleras.
Poco a poco iba introduciendo su escaso cuerpecito de seis años hasta que se colaba y caía de pie sobre un tablero del almacén. Los retales de colores amontonados le parecían cintas, lazos, mariposas.
—¡Enséñame a coser! —se sentaba empujando el trasero en la banqueta de las costureras que con paciencia ponían sus manitas acompañando la tela, mientras simulaban que cosía, ya que la pequeña no llegaba a los pedales.
Las máquinas creaban un sonido rítmico, metálico, pero armónico, parecido a las ruedas de un tren que Raquelita conocía muy bien. Se quedaba embobada mirando la velocidad con que Marta, su mejor amiga, pedaleaba cada vez más deprisa.
—¡Tiene que estar listo para mañana! —le decía mientras ponía la mano sobre un montón de mandiles de color rosa. A Raquelita le parecía imposible e imaginaba duendes cosiendo en las máquinas durante la noche.
La abuela Raquel nunca parecía cansada. Siempre lucía un moño bajo por encima de la nuca, hueco y que le recordaba a copito de nieve. A Raquelita le encantaban sus uñas limadas con esmero y pintadas siempre de color rosa pálido nacarado. La abuela resbalaba sus manos cuidadas y curtidas por los tejidos que acariciaba con cuidado.
Ella se quedaba mirando a su abuela. ¡Nunca parecía cansada!
La abuela no cosía, pero sabía coser y le indicaba al señor Emilio las direcciones de dónde debía entregar los paquetes. Sonreía, atendía la tienda, a los clientes de la calle y Raquelita quería ser como ella. «Una mujer de empuje». Eso escuchaba la niña cuando oía hablar de su abuela.
A Raquelita le encantaba vender. Toallas, sábanas, paños de cocina en las noches de Reyes Magos, ya que el comercio permanecía abierto hasta pasada la medianoche. Jugaba a las tiendas con el realismo de la vida misma, mientras la abuela y su hija recogían los juguetes que la primera escondía en el taller para todos sus nietos. Era el hada madrina de todos los cuentos que Raquelita leía.
Las visitas al taller de la abuela eran más frecuentes durante el tiempo navideño porque su madre usaba de escondrijo de juguetes para ella y sus hermanos la casa de la abuela. Las visitas eran motivo de nervios y emoción en la barriga. Se acercaban las fiestas.
Los rayos de sol se colaban entre las cortinas de cuadros escoceses. Las otras camas de la gran habitación estaban vacías. Raquelita sintió hormigas en la barriga. Anoche no pudo ir a casa de la abuela. Era la Noche de Reyes. Se desperezó rápidamente y se dirigió a paso lento al salón donde reinaba la algarabía. Estaba cansada, sentía como si la noche anterior hubiera estado vendiendo hasta altas horas de la madrugada. A pesar de que sus zapatos estaban apoyados en la chimenea y ella no los había puesto allí.
"La carta"
Por Llorenç García (alumno de novela avanzado LFDH)
Un día de 1966 escribí una carta dirigida a Cahiers du cinema Rue Clement, Paris 9. Era para Jean Luc Godard. Le decía que había visto "Masculino y femenino" y que le amaba. A veces una no atiende a razones y no es consciente de las consecuencias de sus palabras. Un día le vi por un rodaje. Yo estaba abrumada. Durante una discusión con el director de aquel film, salí corriendo y topé con él, propinándole un guantazo que hizo que se le saltaran las gafas y parte del lagrimal. Fue un lamentable incidente que me hizo sentir algo culpable. Mi relación con Godard no había empezado bien, pensé.
Poco después descubrí que la carta que le había enviado con todo mi amor, iba dirigida al 9 y no al 8, que era donde debía ir y que no había llegado a su destinatario. Debería volver a escribirla, pues. Al no saber muy bien lo que había escrito antes y al estar algo bebida decidí olvidarme del tema definitivamente. Poco después recibí una carta. Era una citación por agresión".
Del libro "Un año ajetreado 2. La verdad de lo que me ocurrió con Godard"
Las sobras
Por Júlia Bossio (alumna de novela avanzado LFDH)
- Sht, ¡ya vale, Pipper! Perdona, no está acostumbrado a los extraños.
- Tranquila, es normal.
- ¿No eres de por aquí no? ¡Deja la bolsa ya, hombre!
- No, me mudé hace poco. Hará cosa de diez días o así.
- Ah, mira. Pues bienvenido a Wissen. ¡Pipper! Deja de husmear en la basura del chico ¿En qué casa estás?
- En una de aquí arriba.
- Ah, ya, ¿la de madera, que queda subiendo por el caminito, que tiene tres pisos?
- Sí, esa. ¿Quiere uno?
- Ah, no, gracias, no fumo. Pipper no se gruñe. ¿Fumas mucho?
- Un paquete por día
- ¡Pipper! ¿Qué te he dicho? Vale ya, hombre. ¿Y de qué conoces el pueblo?
- Una tía abuela mía murió y heredé la casa.
- Ay, no me digas que eres tu el nieto de Anselma. Lo siento. ¿Pero que alivio, no? ¿Habías estado aquí?
- No. Pero es bonito.
- Ay, que pena lo de tu tía, pero ya verás qué bien vas a estar aquí. Pipper ¡Basta!
- ¿Te gusta la carne eh, Pipper?
- Ay, ¡y que lo digas! Le vuelve loco la carne.
- Por eso huele tanto la bolsa.
- ¡Pipper! Ya verás, vas a estar bien aquí. Es muy tranquilo. Y por la noche se está fresquito, que es lo importante.
- Sí, eh.
- ¿Te has dado una vuelta?
- Bueno…, fuí al estanco el otro día.
- Así que conoces mi colmado. ¿A que había un hombre gordo con bigote pero sin barba cuando fuiste?
- Sí.
- ¿Qué ni te habló prácticamente, no?
- No.
- Mi marido. Es que mira que es suyo. Treinta y cinco años casados y no suelta prenda. No cambiará nunca. Lo contrario que yo. Parece que la bolsa pesa bastante, eh. Seríais unos cuantos comiendo.
- Bueno, éramos dos, nada más.
- Oye, pues cuando quieras, te presento por aquí, así vas conociendo a los vecinos.
- Sí, estaría bien. ¿Cuándo pasa el camión?
- ¿El camión?
- De la basura.
- Ah, claro. Pues, depende, generalmente los jueves.
- ¿Y hoy es…?
- Maldito perro. Hoy es sábado. A veces pasa los domingos.
- ¿Cómo?
- El camión digo, que a veces pasa los domingos. Depende de Paul.
- ¿Quién es Paul?
- El hijo de Manuel, es… ya sabes.
- ¿Qué?
- Tiene problemas. Bueno, sus problemas no son como los míos.
- Seguro que tampoco como los míos.
- Pipper, por Dios, si sigues así vamos a casa, ¡eh!
- Y, entonces, ¿Manuel es el qué conduce el camión?
- Ahá.
- ¿Y que pase dos días a la semana en vez de uno depende de su hijo?
- Sí, así es.
- Un hijo que tiene unos problemas qué no son ni como los míos ni como los tuyos…
- Bueno, hombre, es que dicho así. El hijo de Marvyn tuvo un problemilla con, ya sabes, eso que hacen los jóvenes. En este pueblo se aburren y prueban cosas. ¿Me entiendes ahora?
- ¿Qué clase de cosas?
- Pues es que la historia es larga. Primero se juntó con el hijo de la loca del pueblo, que es madre soltera, ¿sabes a lo que me refiero, no? Su marido la dejó por puta, y no me extraña que el niño le haya salido así, criado por esa fulana...
- Pero ¿qué tiene que ver?
- No, nada, pero si el niño ve que su madre fuma él también fumará, digo yo, ¿no?
- Mi madre no fuma.
- Bueno, ya me entiendes, tú pareces un chico responsable y educado. Bueno, y luego estaba la hija mayor de los Naissen. Una niña preciosa. Se fue a la universidad un día y volvió hecha un despojo, vestida como esas chicas de la capital que parece que las haya atropellado un autobús. Con esos pelos tan bonitos que tenía y se los cortó como un chico. Qué desperdicio.
- Perdone, señora, pero ¿cómo es su nombre?
- Ay, sí, perdóname, hijo que no me he presentado. Me llamo Teresa. ¡Pipper! Pues Susana la hija mayor de los Naissen, lo que te decía, que se fue a la universidad y de allí trajo no sé qué, la cosa esta que sale por las películas que la gente se la mete por la nariz. Bueno ,que sé yo. Y el niño de los Viranjuez se quedó así medio tonto.
- ¿Esquizofrénico?
- No sé, ¿cómo iba yo a saberlo?
- Parecía que sí sabía.
- No, no. Imagínate yo ir a preguntarles. Al pobre Manuel…, se me caería la cara de vergüenza.
- Ya, claro.
- ¿Necesitas ayuda con la bolsa?
- No, tranquila. Ya puedo. Gracias. ¿Entonces, cree que mañana Manuel podrá recoger la basura?
- Ay, no lo sé, hijo. Creo que esta semana ha sido buena, pero esto ya se sabe…
- Hmmm.
- ¿Quieres que le pregunte?
- No, no.
- Bueno pues nada. Voy a pasear al perro. No te olvides de tirar la basura esa, eh.
- Descuida, ahora me desharé de ella.
- Venga, Pipper, ¡vamos!
- ¡Adiós, señora Teresa!
- Adiós, joven, adiós. Vamos, Pipper, que pesado estás hoy por Dios.
- ¡Adiós, Pipper!
Palabras para Rut
Por Daniel Riego (alumno del curso de poesía LFDH)
Luciérnaga blanca de alas rizadas
vigilas en tu vuelo la ternura,
amadrinas al mundo de cordura;
tú, soñadora de flores nevadas.
Tus viejas sendas de aire acristaladas
de brillantes respiros de hermosura,
enloquecen celosas tu andadura
de sedentarias brisas cotidianas.
Guardabosques de leños carcomidos,
el canto de tu filo sosegado
relumbró claro todos mis sentidos.
Humilde, entrego este himno agradecido,
abrazos dados en versos floridos,
universo de amigo afortunado.
Submarinos
Por Jerónimo Martínez (alumno de cuento en LFDH)
Me pusieron Genaro, pero todos me han llamado y me llaman Naro, espero que esto cambie pronto, a mí me gusta Genaro, Capitán Genaro Márquez. Nací en la Residencia Central, recién estrenada, hace siete años, pero ya me dijeron en segundo que a los cuarenta me volvería cojo, me lo dijo un profesor en el patio cuando una piedra me golpeó y mi pierna izquierda se puso a temblar durante mucho tiempo. Yo estaba en el suelo asustado con todos los del patio de pie y el Profesor Comín con su bigote negro y su calva estrecha dijo que pobre chico, a los cuarenta años se volverá cojo, eso dijo y eso le conté a mi padre que no hizo caso, ¡Qué sabrá de piernas el Profesor Comín! ya era viejo cuando le daba clase a tu hermana.
Pero yo a veces me acuerdo del Profesor Comín y me pongo triste, cuando tenga cuarenta años ya no podré pilotar el submarino, no podré subir a la escotilla, ni correr por el pasillo hacia la sala de torpedos. Por eso me da pena volverme cojo, para lo otro no, no me gusta correr ni jugar a la pelota. Lo que me gusta es leer y viajar por debajo del mar.
Lo de la rodilla igual es verdad por qué este año en el que cumplo los siete llevo dos meses en la cama sin ir al colegio. Las dos rodillas me hacen daño, es un dolor de cristales le dije al doctor y por la cara que puso, pensé que igual tenía razón el profesor. Mi padre dice que es el crecimiento que a todos les ha pasado y que eso se cuida con reposo. Con reposo y una pastilla muy áspera que me da mi hermana por la noche con un vaso de leche bien caliente. Y duermo, duermo mucho.
Tengo una hermana mayor, tiene catorce años y se llama Berta, ella es la que me enseña los deberes y yo le enseño de submarinos. Mi hermana ya no va al colegio y pronto tendrá que ponerse a trabajar. Mi madre es modista en una tienda de la ciudad, trabaja allí todo el día y quiere que Berta sea aprendiza. Tranquilo Peque no me iré hasta que seas mayor, me dice mi hermana y yo le abrazo mucho porque la veo triste. Tiene unos ojos que no se sabe dónde mira y se asusta por cualquier ruido. Antes no era así, antes cuando comíamos los cuatro en la mesa se reía mucho y siempre hacia bromas a papa. Así que le abrazo y le digo que a mí me gusta estar solo, leer y viajar por debajo del mar.
A mi hermana le gustan los dibujos que hago, peces y plantas que veo cuando voy en el submarino. Ella dice que tengo mucha imaginación y yo le digo que no, que es lo que veo. Y entonces mes despeina y se ríe, lo que tú quieras peque, sigue así.
Me gusta leer enciclopedias y libros de submarinos, me escondo en el colchón que tengo debajo de la cama y con una linterna leo libros de viajes por el fondo del mar y pinto los dibujos. El colchón es de lana, está lleno de botones y de montañas. Antes mis padres lo usaban no sé para qué, pero ahora se habrán olvidado que está allí.
Mi padre viene y va con una maleta negra y sus dos iniciales una J muy grande y luego la M. Todas las mañanas se afeita y se pone colonia de un frasco de plástico. Tira un chorro en una mano, luego se frota las dos y luego se pasa las dos por la nuca. Siempre huele muy bien, y tiene pelos rizados en las manos. Se llama Juan y habla poco. Vuelve a casa para comer la comida que nos prepara mamá por la noche. Llega a las noticias de las dos y cuando faltan cinco minutos ya se oye su silbido por la escalera, Berta se tapa las orejas y aprieta los ojos. Luego se oye como se abre la puerta, primero con la llave larga de hierro, con dos vueltas y después una más pequeña, dorada. Entonces empieza de nuevo con la misma canción y el ruido que le hacen los zapatos marrones que lleva. Es un sonido como de un martillo que golpeara el suelo, un, dos tres , Pump. Un, dos, tres, Pump, y así por el pasillo, primero va al lavabo, se oye la cadena y luego ya huele como se pone más colonia. Se sienta en la mesa. Le gusta que yo y mi hermana ya estemos sentados; pero sin empezar a comer. Cuando el coge la servilleta y la pone sobre las piernas ya podemos.
Mi hermana solo mira al plato, cuando mi padre sumerge la cuchara en la sopa, ella empieza a comer muy rápido y mi padre le dice que respire que no es bueno comer así, que luego le sienta mal y que por eso está raquítica, que la gente debe pensar que no te doy de comer. Y se lo dice con la cara muy apretada, entonces le sale la voz como de una cueva y a mí los espejos se me clavan en las rodillas.
Después de comer, mi padre coge la maleta y se va, yo me voy a mi habitación. Camino todo el pasillo, paso por la puerta de la calle y luego por la habitación de mis padres que siempre está cerrada y a la izquierda la mía. Sólo cabe la cama y una mesita. La cama tiene el cabezal de tubos de hierro con sonido hueco, la pintura es marrón pero se cae si rascas con la uña y entonces se ve lo negro. En la pared hay una virgen y el niño con una corona. Cuando era pequeño rezábamos con mi madre para que nos protegiera del mal, eso decía mi madre y yo nunca le pregunté quién era. En la pared de la izquierda hay una ventana cuadrada con dos puertas y en el saliente tres macetas de barro con geranios que cuelgan hacia la calle y la señora Julia que siempre está asomada al balcón de enfrente. A veces hablamos y me pregunta por mi madre. Hace mucho que no la vemos por el barrio, yo le digo que trabaja todo el día y que sólo viene por la noche. Dile a tu padre que si alguna vez necesitáis algo más que me lo diga. Yo le digo que sí y cierro la ventana.
Mi madre viene por las noches, yo ya me he tomado la pastilla y estoy dormido, pero noto su mano y los besos que me da. Está mucho rato conmigo. Siempre me llama ratoncito y entonces es como si me despertara y le veo la cara, como si estuviera detrás de los visillos, o como si estuviera debajo del mar.
Y ya estoy en mi submarino, la señal en el radar es clara, pip pip pip, se para y otra vez pip pip pip y se está acercando. Mi hermana está acurrucada en una esquina, ha venido corriendo desde su habitación, descalza, con la falda corta de cuadros y con el suéter retorcido en los hombros. Se sienta y con los brazos se recoge las piernas, le sobresalen los dos huesos de la rodilla. Tiene las manos azules de tanto apretar y le da como un calambre cada vez que oye el ruido.
—Tranquila Berta, ahora subo periscopio para saber que es. Y si quiere guerra la tendrá.
No entiendo que está asustada. Cuando estamos solos es muy guapa, lleva el cabello muy largo hasta la mitad de la espalda y me deja peinarlo y ponerle las pinzas. Antes le cogía las pinturas a mi madre y se pintaba los ojos y los labios. Parecía mayor. Lo que más me gusta es su nariz, pequeña y blanda, como la de las muñecas.
—Ojalá tuviera tu edad peque, y fuera niño, sería todo más fácil.
—Aquí está, ya lo tengo, está a estribor, cuarenta grados.
—Todo el día con la pelota, corriendo… qué fácil sería la vida así
—A mí no me gusta jugar a la pelota.
—No lo digo por eso tonto.
—Parece que se está acercando. Tranquila, pararemos máquinas para que no nos oiga.
Y entonces apago las luces, ella me abraza, huele igual que mama y me dice que la perdone.
—Gracias tete. Sigue con tus pinturas, serás famoso y cuando seas mayor me vienes a buscar y me llevas lejos.
—¿Mas lejos que la sastrería?
—Si lejos, muy lejos de aquí.
Eso me dice, mientras yo miro la pantalla. Encendemos los motores.
—¿Y a mamá?
—Como quieras.
—¿Y a papá?
—…..
—Tranquila, si vemos que se acerca, disparamos los torpedos.
Y la veo como tiembla y como lucha por bajarse el suéter.
—¿Que lleva papa en la maleta?
—Pues no sé, cosas que vende.
—Vende muchas cosas y por eso se cansa de hablar.
—Será eso.
—¿Y con mama habla?
— ¿Tú que crees?
—A mi, mama me dice que sí.
—¿Cuándo hablas con mama?
—Pues cada noche, cuando vuelve de trabajar.
Lanzo el primer torpedo, todas las paredes vibran, y se oyen golpes en el techo. En la pantalla se ve un haz brillante que atraviesa toda la pantalla y al final desaparece. Silencio, y otra vez pip, pip, pip. Miro a mi hermana, le va a dar algo. Quiere escapar de aquí. Otra vez la señal, ahora se oye muy cercana pip pip pip todo seguido, disparo el segundo. Pip pip pip , silencio y se oye un golpe seco. ¿El impacto?
—Blanco, interceptado.
Miro a mi hermana y me pregunta si ya se ha marchado.
—Sí. Blanco interceptado. Mira el radar, ya no hay señales.
Todo está en silencio, acabo de leer justo cuando se oye el silbido, el ruido de las llaves, los pasos un, dos, tres y Pump y el pasillo y abre la puerta de la habitación de Berta, y la llama, Berta, Berta, Berta y mientras abre las puertas de los armarios y ahora el martilleo en el suelo es más continuó y se cierra la puerta. Yo dejo el libro y me asomo por la ventana y lo veo como corre calle arriba y la señora Julia me mira pero no me dice nada.
Mans
Per Mima Salfranca (alumna d'iniciació a la novel·la LFDH)
La Pilar està asseguda al sofà llit de pell de color gris verdós. Té les cames encreuades i el braç dret sobre el respatller, que no és gaire alt i li queda just a mida. El rostre també el gira cap a la dreta i la mirada enfoca a l’exterior de la finestra. Els ulls i la Pilar miren, però no observen, vaguen pel jardinet, per la filera de cirerers en flor del fons, delimitada per una cua d’arbustos ben cuidats i que marquen un caminet de sorra i pedretes. Hi passegen, a pas pausat, alguns malalts, amunt i avall, en cadires de rodes o de bracet dels seus familiars. També s’hi veu algun treballador, de blau o de blanc segons el rang, que camina més accelerat cap a l’altra ala de l’edifici, on es requereixen els seus serveis.
La Pilar encara no hi ha baixat, al jardí. Sempre pensa que ho farà, però mai no ho acaba fent. El coneix només de vista, des de dalt, com si fos una oreneta o el ninotet aquell que el seu net fa volar per sobre el riu quan són a Ripollet. De cop, un soroll la fa tornar al lloc on es troba, a l’interior d’aquella habitació blanca i estèril. El soroll ha vingut del monitor. La Pilar s’aixeca amb esforç i, a poc a poc, s’hi adreça, vorejant el llit. L’observa amb atenció, però no hi detecta res d’anormal. A aquestes màquines no hi ha qui les entengui, sembla que xiulin només per cridar l’atenció, per fer-se notar. Ja que ha anat fins allà, decideix seure a la cadira del costat, encarada al llit i amb vistes directes a l’espectacle del jardí. Aixeca una mica el cul i, agafada del recolze-braços, fa uns saltironets cap endavant, fins que el matalàs li queda per sobre la faldilla i pot inclinar-se fàcilment sobre el tors del seu home.
El mira durant un instant i l’envaeix una sensació de tendresa i familiaritat. Tot i estar més prim i tenir un to groguenc, tot i aquell manat de tubs i cables, tot i que gairebé ja mai no obre els ulls, és el seu Manel. En busca la mà entre els llençols i la porta cap a la seva banda del matalàs. La troba completament relaxada, pesa força i està calenta. Se la col·loca entre les seves, més fredes i menudes, i comença a acaronar-la. En ressegueix cadascun dels solcs del palmell i, a poc a poc, puja cap als dits, resseguint-los un per un, tan llargs i prims com són. La textura d’aquella mà que coneix tant la porta lluny, molt lluny, concretament seixanta-set anys enrere.
És nit de Festa Major al poble i la Pilar, per primera vegada, hi ha anat sola, amb les amigues. Mentre la Mercè, la més atrevida de totes, s’acosta a la barra i, amb desimboltura, demana tres copes de cava, la Pilar i la Maria l’observen atentament des d’uns metres més enllà, intentant passar inadvertides, però sense poder dissimular l’emoció. Aleshores, la Pilar veu com un jove alt i ben plantat s’acosta cap a on són i, amb seguretat, allarga la mà cap a ella alhora que li deixa anar: Balles? La Pilar mira la Maria, a qui se li escapa el riure per sota el nas, mentre li fa que sí amb el cap. La Pilar es gira cap al desconegut i, sense dir res, li agafa la mà. I això és el que més recorda d’aquella primera nit, el pessigolleig de notar la mà d’ell aferrada a la seva. Quina pau i quin goig, aquella mà.
La ment avança uns quants anys, al dia en què en Manel li va col·locar l’anell al dit anul·lar i ella va fer el mateix i, agafats ben fort de les mans, amb els ulls clavats l’un en els de l’altre, es van prometre amor etern, en el bé i en el mal, en la riquesa i en la pobresa, en la salut i en la malaltia, per estimar-se i cuidar-se fins que la mort els separés. I així ha estat, i així està sent.
Després rememora tantes i tantes nits de passió, a la llum tènue de l’habitació, en un mar de plomes... Reviu com aquella mateixa mà, ara arrugada i inert, recorria el seu cos nu i la feia morir d’amor i de plaer. Pell amb pell, poques coses l’han fet sentir tan afortunada a la vida.
Allò la fa volar fins a l’altra font de felicitat, una font compartida amb ell, els nens. Visualitza el seu marit fent moneries a una Carla i un Pep petitons. Taaaaat, taaaaat...es tapava i destapava la cara amb aquelles mateixes manasses i després els omplia les panxetes de pessigolles. Llavors la casa s’emplenava de rialles infantils, d’aquelles que calmen l’ànima i t’insuflen esperança.
Ai, aquelles mans, si pogués immortalitzar-les, ho faria. En faria una escultura i la col·locaria en una estanteria de casa, ben visible i envoltada dels llibres de poemes. Poemes parits per ell, per aquell cap, aquell cor i aquelles mans. En construiria un altar, per recordar-les i lloar-les cada nit i cada matí.
Finalment, evoca temps més propers. Les tardes tranquil·les a casa, tots dos asseguts al sofà. Fent el cafè, llegint el diari o mirant les notícies de la nit. De tant en tant, una carícia, una estreta de mans, un petó al dors... tantes i tantes formes de dir-se t’estimo.
La Pilar aixeca els ulls vidriosos i, mentre observa el seu home allà tombat, adormit, una llàgrima treu el cap pel lacrimal i, a poc a poc, li recorre la galta en vertical, fins a arribar a la comissura del llavi. Obre una mica la boca i deixa que se li escoli a l’interior. En nota el gust salat, l’assaboreix. No s’eixuga la cara, sinó que, a poc a poc, l’apropa fins a la mà del Manel, perquè sigui aquesta qui li eixugui. Li fa un petó al palmell i hi recolza la barbeta i, així, en aquella posició ridícula i incòmoda, somriu, feliç d’haver coincidit amb ell en aquest món i orgullosa de tot el que, plegats, han viscut. Una vida teixida de moments en els quals les mans, aquelles mans, han estat protagonistes.
Huérfano de hijo
Por Carles Foradada (alumno de novela avanzado LFDH)
Un día de un rojo calcinante regresé, como las cigüeñas, siguiendo el rumbo de algo parecido al instinto. O a la fatalidad. Cuando lo volví a ver, desolado, me di cuenta de que el paso del tiempo es la peor de las derrotas. Escapando a través del vetusto sombrero de paja, la vida huía, desertaba, escurriéndose entre los desgarrones de la rafia socarrada tras años de destripar terrones y agostar barbechos; años baldíos, como cuentas de alquitrán de un rosario engarzado, tan solo, para evocar los misterios de dolor.
En aquellos leves ojos grises gastados, cuya chispa mortecina ya no era más que el temblor de una pavesa titilando entre la ceniza, y en las grietas que cuarteaban su rostro, en el temblor de sus dedos sarmentosos, en el desorden de unas cejas embarulladas y, también, en la saliva calcinada incrustada en sus labios, descollaban, como cicatrices, las huellas del dolor que le causó mi ausencia.
Fui, soy y seré un cobarde. No tuve el valor de acercarme y abrazarlo, ni me atreví a suplicar un perdón inmerecido. Qué absurdos, y qué derroche, todos esos besos que no se dan.
Me tapé las orejas y cerré, con fuerza, los ojos. Ni siquiera fui capaz de arriesgarme a escuchar sus gemidos suplicando, ni a ver cómo sus lágrimas desbordaban el cauce, tortuoso, de sus arrugas hendidas. Me fui por donde había venido, por ese sendero abrupto que no conduce a ningún lugar, a la nada; qué, si no eso, debe de ser la muerte al fin y al cabo.
El crepúsculo vistió a la tierra del color cárdeno de la escarcha. Ya lejos, mucho más allá del horizonte de sus ojos cansados, tiritando, me giré para verlo por última vez. Borrosa, la imagen del desamparo, se me clavó en la retina, como un costurón, para siempre.
Mi padre, enjuto, retorcido, escorado como una cruz, digno como un olivo, seguía repartiendo estacazos con la azada en las oscuras entrañas de un terreno yermo y agrietado… Allí quedó, en su calvario: vivo, solo, luchando.
Hace cuánto que estoy aquí
Por Andrés Bruni (alumno del curso de poesía LFDH)
¿Hace cuánto que estoy aquí?
He extraviado los días y los años.
Carrusel vacío del ayer.
Vago sin ancla y sin lecho.
Mi corazón lejano
sólo tiene un par de latidos.
Subo y bajo escaleras absurdas.
Nada puede aplacar la sed,
hija del miedo y del delirio.
Vivo en el páramo,
con ciegos moribundos.
Bajo el mismo cielo
maldecimos anhelantes,
arañando el aire.
Un pájaro me avisa:
“es la estación de los cambios”.
Mi cara se despoja de mis gestos,
mi cuerpo reniega de mi piel,
ya no quiero mi nombre,
ni mi estampa,
ni esa vida en fuga.
Ojos trémulos
que se miran en el agua.
No hay señales en la vía,
ni estrellas, ni horizontes.
He perdido el reloj
y también el juicio.
Que alguien se apiade de mí.
Pero el sol me obliga a jurar.
Ha llegado la hora.
Se acercan los espectros,
los asesinos cotidianos,
las almas hambrientas
que quieren volver a casa,
a la nada, a lo mísero.
Descreídos me miran.
Oscuros carceleros.
La sorpresa devasta sus caras,
sus angelicales rutinas.
Aquí estoy,
con la antorcha en la mano...
Quemando mis naves.
Soledad
por Ana Quibus, alumna de Novela
Quizá fuera la primera luz del día lo que provocase el lento movimiento de los párpados de Tania. Quizá fuese aquel silencio extraño. Los dedos de la mano derecha se abrieron para peinar la oscura melena, mientras los rayos del sol parecían insistir en que aquellos grandes ojos se abrieran. La mano izquierda tanteó si él estaba allí, pero no parecía. Volvía a estar sola, bueno, no del todo.
Mientras abría los ojos pensó en por qué había dejado de escuchar la ducha de las mañanas, de sentir la humedad del beso de buenos días, de oler el primer café sobre su mesita de noche. Sí, las cosas habían cambiado, se trataba de mantener el silencio, aquel silencio del que no disfrutaba por las noches, aquel silencio que se había asentado por las mañanas.
Se levantó y colocó los pies en el suelo y la solidez de la madera de haya la devolvió a la realidad. Caminó despacio mientras los dedos rozaban poco a poco cada una de las camisas de caballero que colgaban del vestidor. Se detuvo en una de color blanco y pechera de esmoquin y recordó aquel día en que sus vidas se unieron. Al fondo, unas palmeras hawaianas la saludaron y rememoró el olor a sal de un viaje maravilloso. La azul clara la llevó a aquel portal donde un beso le fue robado.
En el centro del vestidor la ropa del día anterior estaba doblada sobre la banqueta de terciopelo. La acercó hacia la pecosa nariz. Respiró profundo y sintió cada parte de su cuerpo. Dejó la ropa y se miró en el espejo. La sonrisa pareció torcerse. Quizás el armario de espejo no le mostrara la imagen que ella quería. Pero todo quedaba reflejado ahí, en la opacidad de la melena, en la oscuridad de debajo de los ojos, en las manchas de la lactancia sobre el delicado camisón de organza, en el abultado vientre, en el descascarillado esmalte de las uñas de los pies.
El llanto de un bebé y Tania regresó al dormitorio. Cogió al pequeño del moisés y lo acercó a su piel. Miró su móvil al mismo tiempo que la habitación se oscurecía. Acaso, habría tormenta. Cerró los ojos y suspiró. Se rompió el silencio pero no la soledad.
AMANTES
©Yolanda Duque Vidal, alumna de Narrativa
La noche es larga para insomnes y muy corta para los amantes. Los sonidos de
una tormenta graban de pleno la tortura. Sus tripas se enredan en las trenzas de la
noche.
La oscuridad da paso a la lujuria. Se relajan dos extraños haciendo cosas extrañas
en una ciudad ruidosa que arropa sus miserias.
La mujer, con ojos pasmados, ve como su amante sale sin decir adiós. Se lo traga
la noche y ella, abrumada y despechada se lanza al abismo.
El flagelo del abandono le saca brillo a la locura.
Todo se acomoda
por Malusa Gómez, alumna de Cuento y Relato
Como todo y como siempre, las cosas se fueron acomodando poco a poco. La Universidad era totalmente diferente al colegio, una iba mucho más a su aire, no había la necesidad de hacer todo juntos, es más, ni siquiera teníamos las mismas responsabilidades ni las mismas tareas.
Yo estudiaba Biología Marina, fui la única de mi generación que eligió esa carrera. Así que, excepto por las materias de tronco común, no coincidía con casi ninguno de los de la bolita.
Nunca fui despampanante, pero siempre tuve lo mío y, sobre todo, siempre tuve actitud y personalidad. Tanto, que Carmen, mi amiga, me decía con un poco de rabia: “Tú ni eres tan guapa, pero como te crees tanto, nos convences a todos que sí lo eres”. Hoy me da risa cuando lo pienso, pero en su momento me ofendía bastante.
Fue en la Universidad donde conocí a Fernando, hoy mi marido, y fue gracias a que ninguno de los miembros de la bolita estudiara lo que yo, algo que me obligó a buscar nuevos amigos y nuevos planes y, quién me lo diría, hasta un marido. Fernando no era el más guapo del grupo, pero sí el más listo. Cada vez que intervenía en clase, nos dejaba a todos pensando y con esa sensación de haber leído un capitulo diferente, pues por más que lo habíamos revisado, ninguno llegaba a entenderlo tan bien como él. Creo que eso fue lo que me hizo quererle. Ser la novia del más listo da mucho estatus, me imagino lo que están pensando, ya está esta como siempre, con el ego por delante.
* * *
Cuando recuerdo lo mucho que me molestó el primer día la presencia de la nueva, hasta me da vergüenza. Nunca quise reconocerlo frente a mis amigos, fingía que me caía bien y que me encantaba que fuera nuestra amiga. Con la única que lo hablé fue con Rocío, en la intimidad que nos daba su coche.
De vuelta a casa, no pude más y comenté con Rocío lo mal que me había caído la morenaza despampanante, tuve miedo de exponerme ante ella, pero no podía más y necesitaba saber si Rocío había sentido lo mismo.
—¿Viste a la nueva? —le pregunté.
—Claro, ¿quién no la vio?, fue el tema de toda la Universidad —respondió, dejando claro que compartía mis sentimientos.
—No sé qué le ven, es exótica, pero le falta estilo —dije sin disimular mi envidia.
Las dos nos reímos a carcajadas, sabíamos que estaba mintiendo, pero mi mentira nos hacía sentir bien.
* * *
Ahora que ha pasado tanto tiempo, veo desde fuera mi paso por la Universidad y mis angustias, y me doy risa. Qué cantidad de cosas tontas nos agobian, cuánta energía desperdiciamos en temas que luego la vida nos demuestra que no eran tan importantes. Pero como todo, si no las vives no las aprendes.
Y ahora que lo pienso: ¿Qué habrá sido de la morenaza despampanante?
LA DAMA DE LAS PANTUFLAS ROSADAS
©Yolanda Duque Vidal, alumna de Narrativa
En la penumbra de la noche, fantasmas visitan los callejones de una ciudad que se asfixia en basuras, escombros de todo tipo, donde danzan ratas, cucarachas, y una nube de olores nauseabundos penetra en los huesos de las casas. Perros callejeros hurgan en los contenedores de basura, toda esa podredumbre que rodea el barrio de inmigrantes y sus vidas de personas de “tercera categoría”. Oxidados lamentos de portones de hierro sacuden el sueño, y logran espantar a cleptómanos que siempre merodean por las callejuelas detrás de los edificios.
Esa noche, por una extraña razón, los perros se mantienen alertas, unos aúllan, otros ladran desesperadamente. Fiorella, en bata rosada y pantuflas del mismo color se asoma a su balcón y mira hacia todos lados de la callejuela. No es mucho lo que puede ver, el alumbrado público es demasiado tenue. Se ajusta el pañuelo en su cabeza y entra cerrando la puerta, con un rezongo en su adormecida voz.
Unos pasos ligeros despiertan la curiosidad de los canes, que comienzan a ladrar con insistencia, otros lanzan aullidos que hieden presagios. Alguien corre en medio de los ruidos, que luego desaparecen en la oscuridad.
Fiorella, vestida con su bata y pantuflas rosadas vuelve a salir al balcón. Está devastada, trata de ver algo, no puede ver, a pesar que sus ojos están detrás de unos gruesos cristales. Los pasos, las carreras y ruidos han cesado. Fiorella entra de nuevo, cierra la puerta de su balcón con doble cerradura. Un extraño escalofrío hace estremecer su cuerpo, a pesar que es verano y no es posible sentir frío en esta época del año. En el callejón, se repiten varias veces los pasos, las carreras y los exacerbados gruñidos de los perros.
Fiorella trata de conciliar el sueño, pero se da vueltas y vueltas en su cama sin lograrlo. Un sentimiento de desolación la invade esa noche. Un par de horas más tarde, y cuando la mujer entraba en un profundo letargo, escucha un golpe seco, y se despierta sobresaltada. Enciende la lámpara de su mesita de noche, mira la hora, son las 4:00 de la mañana exactamente, contempla la fotografía donde están sus dos hijos vestidos de uniforme militar (ambos muertos a causa de la guerra en Vietnam), de pronto le parece que sonríen, se frota los ojos y vuelve a mirar la fotografía una y otra vez. Esa noche, ella ve en sus sonrisas algo diferente. Algo..., que no logra interpretar. Toma la fotografía en sus manos, la aprieta contra su pecho, la mira de nuevo y recuerda la última vez que los vio salir de casa rumbo a la guerra de Vietnam. Luigi, el más joven le prometió volver pronto. Jean Carlo, el mayor, fue siempre más fatalista o “realista”, como solía autodenominarse. Le dijo a su madre: “si no vuelvo, es que gané la batalla mamá, y te sentirás orgullosa de mi, porque un hijo tuyo ha dado la vida por el país que te acogió, cuando tú y papá salieron escapando de la guerra en Europa”. La madre sintió, como si un objeto punzante le atravesara el corazón. Sus hijos habían aprendido desde muy pequeños que dar la vida por “su América”, era lo más glorioso que le podía suceder a un ciudadano nacido en ese lugar. Un suelo que ella nunca pudo amar y donde sólo fue tratada como limpiadora de trastos, desvalorizada y humillada. Una sociedad donde jamás fue reconocida su educación y cultura adquirida en su añorada Italia, pero de cualquier modo, sus hijos habían nacido y crecido en ese territorio y no podía inculcarles ningún rencor hacia esa “pródiga tierra americana”.
El golpe más doloroso de su existencia, fue siete meses después de haber partido sus hijos a la guerra, cuando le enviaron los restos de Luigi, con una bandera americana y una medalla. Dos meses más tarde, regresó Jean Carlo con su pierna izquierda amputada y la derecha afectada por una infección incurable. Durante tres meses Fiorella viajaba diariamente al hospital para visitar a su hijo, que cada vez se ponía más grave, porque además, era víctima de una avanzada Diabetes, ésta le impedía la curación de su pierna y la infección comenzaba a expeler un hedor a carne descompuesta. Una semana después le fue amputada la pierna derecha y Fiorella se quedaba en el hospital para consolar a su hijo, que había caído en una profunda depresión. Semanas después Jean Carlo falleció de un infarto mientras su madre le daba de comer.
Inconsolable, Fiorella estuvo mucho tiempo encerrada en su casa, con la única esperanza de morir y reunirse con sus seres amados. Cuando había escapado de la guerra con su esposo, pasaron por muchas privaciones y trabajaron en los oficios más duros. Él haciendo trabajos de plomería y ella de sirvienta. Su esposo falleció en un accidente de tránsito cuando sus hijos eran adolescentes. Fiorella nunca volvió a aceptar a nadie, a pesar que muchos pretendientes la rodearon siempre por ser una mujer fuerte, con espíritu de lucha y muy atractiva. Tuvo que trabajar el doble para educar a sus hijos y pagarles la Universidad. Luigi siempre quiso ser militar, aunque su madre trató de persuadirlo que no era una buena carrera para él, sin embargo no tuvo éxito para hacer razonar a su hijo, y debió hacer grandes esfuerzos y resistir muchas carencias para pagarle la Academia. En Cambio Jean Carlo comenzó a trabajar a los 18 años y se costeaba solo sus estudios, lo que aliviaba de gran manera a Fiorella, ya que veía en él, al protector de la familia. A su muerte, otra bandera y otra medalla recibió a cambio de la vida de su hijo. Le pareció vergonzosa la actitud del gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Nunca le perdonaría haberle arrebatado a sus dos únicos tesoros, enviándolos a una guerra estéril, como lo fue aquella de Vietnam.
Un tiempo después, que no supo precisar; era una mañana llena de sol, Fiorella amaneció cantando, abrió las ventanas de su casa, se dio cuenta que era primavera y se puso a limpiar mientras escuchaba y tarareaba tradicionales canciones de su entrañable Nápoles. Después de haber caído al abismo del desaliento, era como volver a la vida nuevamente, Entonces, comenzó a bordar un cubrecamas, al puro estilo de su nona materna. Mientras bordaba sentada en el balcón de su casa, se escuchaba su voz en un armonioso murmullo con notas perfectas. Otras tardes, la invadían los recuerdos de su esposo y sus hijos, y su mirada se perdía en el Tramonto.
Parecía que había pasado mucho tiempo, sin embargo solo era un mes y medio transcurrido entre la muerte de Jean Carlo, el fin del cubrecamas bordado con tanto esmero, y esa extraña noche en que ha visto que sus hijos le sonríen de una manera diferente, desde la fotografía que tiene en su velador.
De pronto, un rumor de lluvia comenzó a golpear el techo de la casa, monótono, melancólico y fatal. Fiorella sintió un diluvio que rodaba al unísono desde sus ojos lasos. La nostalgia por sus amados hijos, la lluvia, ese viento tropical que se ensañaba contra el ventanal que daba al balcón, todo le daba vueltas en su cabeza como un flagelante torbellino.
Los perros comenzaron de nuevo con su coro de aullidos, Fiorella se levanta y camina hacia el balcón, abre la puerta y sale. Se vislumbra levemente el amanecer, sin embargo aun no puede ver claro, la lluvia golpea su rostro. Intrigada, se asoma, estira su cuello tratando de descubrir qué sucede esa noche en el callejón. De pronto, ve un bulto muy cerca de la puerta de su casa. Se estira más para tratar de identificarlo y advierte que es un cuerpo que yace inmóvil. Se siente levemente suspendida en el aire y en el tiempo. Le parece ver que se trata de una mujer. Una mujer que viste una bata rosada y pantuflas... también rosadas..., y aprieta contra su pecho una fotografía de dos jóvenes, vestidos con uniforme militar.
F I N
CERCANT L' AMOR, per Mercè Carrió i Fornells
(El meu petit homenatge a la meva tia Sabina Fornell)
No busquis tan amunt, amiga meva
aquell amor fidel que vols trobar
segur que és a prop teu amb un penar
però cada amor dolç busca la seva.
Dóna el teu cor sofrent alguna treva
no miris cel amunt, has de mirar
al cor dels teus amics, per retrobar
aquells valors morals que el temps eleva.
Si un rostre fort i bru el cor et bressa
i un fi cabell com l'or et fa penar
pensa que tot se'n va sense fer fressa.
Quan miris aquell front que vols besar
sols pensa en el seu cor sense disfressa.
Això serà l'amor per estimar.
La poesía es racional
por Mar Pérez Molero, alumna de Novela
Poeta, desertora de aforismos, Mujer, No viral, amateur, sin padrinos, racional ¿Puede haber más ingredientes para caer en saco roto? Aún así escribo como acto de rebeldía, contra quienes creen que el arte nace del corazón, como si el pobre órgano no tuviera suficiente con bombear sangre por todo el cuerpo. La escritura se aprende, se practica y se perfecciona.
Estoy cansada de escuchar que la poesía fluye gracias a la inspiración (por supuesto sacada de un rinconcito de nuestro cerebro) y de la mano de los sentimientos. En cierta medida es verdad, pero no olvidemos que las emociones se originan en nuestra cabeza. Es precisamente ahí donde jugamos al racional irracionalismo de crear. En mi caso por ejemplo, me encuentro en una novela en la que el protagonista me ha lanzado a las fauces de la poesía. Esto me ha llevado a replantearme de dónde emana ese eterno "podrá no haber poetas pero siempre habrá poesía" y estoy convencida de que se refiere al propio pensamiento per se y no a la belleza porque sí, que nos han intentado meter con calzador.
La poesía no crece de la nada, son las emociones, sentimientos o como prefiráis llamarlos con una alta dosis de maicena elaborada en el sistema límbico. Hay quienes lo tienen ultra desarrollado y muestra de ello son las grandes obras de la literatura que activan la parte más profunda de nuestro cerebro, conectando incluso los famosos cinco sentidos, o por lo menos alguno de ellos.
La poesía se siente, pero antes de ello, se piensa, así que reivindicó no sólo la pasión que nos han regalado a lo largo de la historia las obras con las que nos forjamos, sino el ingenio y sobre todo la inteligencia (casi siempre muy trabajada). En mitad de esta especie de alegato quiero que reflexionéis sobre lo maravillosamente racional que es la escritura, tanto que nos acelera el corazón y nos hace creer que todo surge de ahí, de lo más profundo de nuestras entrañas.
También pretendo que leáis tanto que queráis escribir y cuando estéis haciéndolo que aprendáis sobre ello hasta que queráis reaprender de cada palabra. Os dejo un poema que escribí pensando en el acto de escribir. Soy consciente de que es mediocre, aunque a mucha honra porque con ello seguiré aprendiendo.
Me ahogo mar adentro
y olvido que fui marinero
en busca de tu tierra.
Fui argonauta entre tus olas,
pájaro sin bandada
y ancla rota.
Me ahogo y no resurgiré en la arena
en un día de vasos medio llenos.
Fui leyenda antes ser historia,
movimiento en bucle
entre teclas llenas de polvo.
Tal vez me ahogué antes de ser,
antes de la corteza,
antes del principio.
Tal vez fui,
y el recuerdo es lluvia
en tu ventana sin reflejos.
Me ahogo con los pies hundidos en la orilla,
los ojos clavados en nubes de algodón de azúcar
y las manos llenas de tinta de calamar.