Sant Jordi 2024
Este año celebramos Sant Jordi con dos concursos, uno de relatos (en castellano y catalán) y otro de escritura rápida, una charla magistral a cargo de Raúl Quirós (profesor de escritura creativa, relato y novela,) junto con la tradicional venta y firma de libros de nuestros alumnos. Un año más, disfrutamos de esta festividad con gran ilusión.
"De Angustias, Suplicios y Serapios”
Sebastián Palacio, alumno de novela de LFDH
Primer premio I Concurso de Relatos La forja de historias, Sant Jordi 2024
Cómo podíamos saber nosotras si era de día o de noche, si vivíamos atrapadas en esta cárcel, en este antro que se vende con promesas de amor, y lo único con que negocia es con las penas. A veces pienso que es como un barco, sí, sus paredes, de madera carcomida por la humedad, el olor inconfundible a río, mezclado con el sudor de sus remadoras, la angustia de los que se ahogan en mares de licor, marineros atrapados sin poder bajarse en ningún puerto más que en el de la soledad. Pero no se confunda. Aquí no hay ningún tesoro de otro tiempo, y la única riqueza que encuentra uno, es la tristeza irremediable de los corazones.
¿Pero cómo alguien como yo fue capaz de terminar en esta cueva? Porque si ya la selva ahí afuera es un infierno, este sitio es como esas muñequitas rusas, el infierno dentro del infierno. O eso es lo que creen algunas, sobre todo, las más jovencitas. No saben que existen infiernos aún peores. Pobres diablas. Tan novicias incluso para ser putas. Ay si supieran, las cosas que una ha visto, cosas que ya no se pueden desver. Para qué les digo. Ni siquiera ahora tuerta, se me escapan los recuerdos, al contrario, creo que veo más, porque presto más atención. Ustedes me creen ciega. Dicen, ahí va la pobre Angustia, si apenas puede ver, tiene que contar los escalones para no rematarse la nuca. No solo ciega, sino encima, renga, camina como una cucaracha, de costado, pobrecita. Y ese pelo tan largo y roñoso, ¿por qué no se lo corta?, alguno de estos días, se nos tropieza y no la cuenta. Por suerte, es tan fea que nadie la elige, no tiene que subir tantas veces allá arriba, donde somos prisioneras, imagínense sino, cuántas veces la hubiésemos tenido que velar ya.
Pero yo veo más que ellas, aunque tengan los dos ojos sanos, son las ciegas de este reino. Y es por eso que ese día en que Inocencio Serapio a sus trece años entró por primera vez, yo supe ver más allá. Llegó cargando un manojo de papeles, y lo recibió nuestro carcelero, más conocido como la Rumbera. Pásele mi compa, mi caballero, mi don, sea usted bienvenido a la Parisienne, mi carnal, donde encontrará usted a las marquesas más hermosas de la selva, no sea tímido, no se raje, siéntese, siéntese que ahí le hacemos pasear a las mejores damas, reinas, princesas, órale, échese un trago mientras, así no espera, así aplaca la sed, verá usted, así le explicamos cómo funciona el asunto. El joven no dijo nada. Solo observó entre las tinieblas, como tratando de discernir entre los vapores de humo, cigarro, y hedores del cuerpo. Se sentó con sus papeles en mano y esperó la bebida. Venga, Benjamín, tóquele una ranchera a mi compa, mientras le sirvo un buen amargo, no ve que hoy es un día de celebración, híjole, dele ya a esas cuerdas, pero ya. Tenga, mi compadre, aquí, traído directamente desde Rosario.
Serapio apenas bebió. El trago le supo agrio, tanto como la melodía que sonaba: “Alegre el marinero, con voz pausada canta, y el ancla ya levanta”. Todo le parecía decadente –me contaría después–, pero de una manera poética. La virgen pintada en el muro, llorando la humedad de la selva, el payador que parecía tocar dormido esas coplas que intentaban sonar alegres pero que iban a morirse tristes en los rincones más oscuros, en los clientes que se derrumbaban sobre las mesas; en aquellas pobres marquesas que lo escrutaban con ojos brillantes, como de yaguaretés agazapadas, a las que con las risitas les tintinean los collares y brazaletes de granate, como si en realidad bailaran los esqueletos de los buques cartagineses hundidos allá en el Paraná. No supo por qué–me dijo–, pero quiso llorar. Hasta ese momento, no entendía bien qué buscaba, pero comenzaba a encontrar una belleza tímida en aquel espectro en forma de cárcel pero con espíritu de selva, que olía a salvaje, y se hacía escuchar con la ola de lamentos de una noche que provenían del piso de arriba.
¿Qué se le antoja entonces, mi compa?- preguntó la Rumbera, a ver, dígame cuánto tiene y le hacemos un ofertón.
Serapio lo miró, con esos ojos de cenote, sosteniendo sus papeles firmemente, casi de forma combativa.
-No tengo dinero.
-¿Mande?
-No tengo dinero- repitió.
La Rumbera tardó en reaccionar, pero los ojos del mexicano comenzaron a encenderse.
-¿Ah, pero qué se piensa usted? ¿Qué aquí hacemos caridad? Vaya a chingar a su madre.
-No, espere, por favor, déjeme sentarme a escribir. Se lo pido.
-Pero, a ver compadre, ¿usted qué cree, que esto es una biblioteca? No sea pendejo. ¿No se da cuenta que aquí venimos a hacer el amor? A hacer el bisnes, pues. Este no es hogar para escritores y menos, para escritores pobres. Órale a la verga antes que me lo madree.
-Es que usted no entiende, yo soy poeta.
La Rumbera creció con su sombra. Del mexicano chaparro ahora quedaba un gigante moreno que recordaba a Moctezuma.
-¿Poeta? ¿Usted? Pinche enclenque, usted no sabe ni lo qué es un terceto, usted no sabe ni lo que es una asonante, ni lo que es una puta licencia. No me venga a hablar de chingaderas.
Pero Serapio no se amilanó.
Y ahí fue cuando comenzó la batalla. El recién llegado habló de Pushkin. Y la Rumbera le respondió que a Pushkin lo habían matado por joto, por marica, sin haber publicado nada con estilo, con decencia, puro palabraje típico de los rusos. Entonces le replicó con Leopardi. Y la Rumbera se enfureció aún más, otro italiano que lo único que hace es hablar de penas, dése cuenta, compadre, no sea pendejo, que lo que hace falta escribir es sobre la vida, jodida, de la verga, pero una. Las marquesas observaban todo desde su pedestal, una audiencia viva que se reía por lo bajo, se asombraba, y tomaba partido al ritmo del tintineo de sus collares y pulseras. Las más jóvenes apostaban por la elegancia del recién llegado para hablar de Southey, Lermontov y von Eichendorff, nombres que les sonaban rimbombantes, europeos, de categoría; las más ancianas, se decantaban por la verborragia del cadenero, su estilo más doméstico, salvaje, el que insistía, déjese de tanto europeo, compa, no ve que allá viven como reyes, no tienen de qué escribir esos culeros, léase mejor a Asunción Silva, a Salomé Ureña, a José Martí, aprenda, no sea bruto, esos sí son cabrones, revolucionarios, los mero mero, los que sí se dejan el cuerpo en cada verso.
La batalla siguió su curso en medio de esa oscuridad de antro, la que solo dejaba ver la superficie de las cosas pero no su interior, porque le avergüenza, porque está podrida. Esa que solo muestra a los clientes en sus mesas como indios sin rostros, pero no sus caras de soledad; la que sólo deja ver al payador tocando su música del infierno, pero no que está llorando; la que sólo deja ver las máscaras de las marquesas pero no sus heridas.
Fue entonces que la Rumbera desafió al tal Serapio a leer su mejor poema. A ver, cabrón, si usted se cree el puto Calderón de la Barca, leános, ilumínenos, y aquí yo le dejo que escriba hasta en las paredes del baño. Y fue la primera vez que nosotras oímos a Inocencio Serapio. Bueno, ellas lo oyeron, yo lo escuché, porque las demás oían pero no escuchaban. Y es que ellas no sabían que mis conocimientos sobre la poesía eran comparables a los suyos sobre el dolor. Pobres diablas. No era su culpa que no supieran quién era yo.
Me dicen Angustia. La fea. La que los clientes eligen recién cuando el amanecer entra por los orificios de la Parisienne, y las botellas vacías son un reguero de atalayas en el piso. Y aunque no lo crean, yo sé tanto de poetas como de comerciar con la dignidad. Mi abuela fue puta, mi mamá fue puta, y yo soy puta. Y aún así, conozco la poesía más que nadie en este páramo. Estos primerizos no saben que para entenderla, uno tiene que amamantar la poesía, sufrir la poesía, y sobre todo, casarse con la poesía. Y yo lo estuve. Se llamaba Amable Suplicio, aunque de amable no tenía nada. Era español. Lo conocí en los tiempos en los que mi nombre no era Angustia, sino que me decían Amancay, porque mi piel parecía una de esas flores doradas. Joven, ilusa, creía en el amor, en ese salvador. Todavía conservaba mis dos ojos, pero no sabía ver, como ustedes, chicas. Por eso creo que ahora con uno solo, una ve mejor, entiende, discierne la crueldad, comprende por fin que el amor es el invento de otros poetas para jodernos la vida.
Rojo de furia, la Rumbera desafiaba a Inocencio Serapio apuntándolo con una botella de aguardiente. Ya, no se haga pendejo, lea. Serapio temblaba, sus manos blanquecinas vibraban sosteniendo ese manojo de papeles mal doblados. Pero en aquella oscuridad de antro, no sabían si se estremecía de miedo o de emoción, y algunas dirían tiempo después, que estaba llorando como la Virgen de la pared, pero que no habían sido lágrimas negras de moho, sino que le brotaban del corazón, esas que parecen de agua bendita, y que se llegan a oler, un aroma a jazmines que apaciguaba hasta la melodía furiosa del payador, ahora apenas un remanso en aquella borrasca que era la Parisienne.
Me fui con él, con Amable Suplicio. Le di todo el dinero que había juntado durante tantos años de calvario, para empezar una vida nueva. Para que él escriba su poesía, y así ganarnos la vida allá en Europa. Pero al poco tiempo, me di cuenta de que era de esos poetas que solo saben escribir versos con los puños. Que las cuartillas que llenaba eran con mi sangre, y que su talento radicaba solo en estrofas vulgares que me dolían más que en los huesos. Joder, es culpa de usted que no me inspira, se atrevía a decir. Y yo le creía. Es que todavía veía con mis dos ojos, esos que usaba cuando aún estaba ciega. Los mismos ojos que ustedes usan ahora, chicas. Y cuando el dinero empezó a escasear, y sus versos no eran más que garabatos del alcohol, me dijo, mire, chinita, usted no puede andar así de ociosa todo el día, es hora de que se ponga a currar también, que aquí el único que se parte el lomo soy yo, joder. Y seamos sinceros, usted para lo único que nació buena es para que se la follen. Pero mire mi generosidad, no se me entristezca, la voy a llevar para que usted elija el mejor sitio, para que vea que usted es libre de elegir, que esto no es como antes, sí, libre, mí chinita, para que no termine en cualquier antro de mala muerte, ostias, para que vea qué generoso es su marido con usted, y no se preocupe, niña, esto es cosa de una temporada o dos. Ya verá cómo mis poemas vuelan.
Pero nunca volaron.
Entonces a mí que no me digan que yo no sé de poesía. A mí que no me digan que yo no sé que es comerciar con el alma. Solo se puede decir de esta servidora que nunca seré capaz de entender los menesteres del amor, porque eso se lo dejo a las ilusas, a las que todavía no tienen las heridas tan profundas como las mías.
Y fue entonces cuando Inocencio Serapio se levantó con sus hojas arrugadas, carraspeó, las marquesas cerraron sus ojos y hasta el payador aceptó frenar su guitarra. Y lo único que se pudo oír por un segundo fue el río fluyendo allá a lo lejos, meciendo a la selva, y a ese buque lleno de marineras de la soledad que naufragaba entre los lapachos y los timbós, y después, la voz de Serapio acompañada de su oleaje, sus tormentas, recordándoles que detrás de las máscaras sin vida, se ocultaban sus verdaderas sombras, las del dolor. Y fue entonces cuando Angustia, la Rumbera y las marquesas oyeron el poema más hermoso que jamás habían escuchado en su vida.
"La llorería”
María José Sánchez López, alumna de novela LFDH
Segundo premio I Concurso de Relatos La forja de historias, Sant Jordi 2024
La pantalla del autobús indicaba la siguiente parada con letras en color amarillo que se desplazaban de derecha a izquierda. Beth no estaba acostumbra a ir en transporte público, pero así no dejaría ningún rastro indeseado. Se ladeó el pañuelo con el que cubría su cabello, pues cada vez tenía más calor. Volvió a mirar la pantalla cuando el autobús se detuvo para que bajasen algunos pasajeros, la siguiente era la suya. Se levantó precipitadamente cuando el vehículo retomó la marcha y se colocó frente a una de las puertas de salida mientras apretaba el botón de parada. Finalmente, el autobús se detuvo frente a la marquesina de destino y Beth saltó a la acera aliviada. Se puso las gafas de sol y comenzó a caminar.
Caminó un buen rato hasta llegar a la calle que estaba buscando. Sacó de un bolsillo la nota en donde llevaba apuntada la dirección y pasó un par de veces por delante del edificio, pues no tenía más identificación que el número treinta en su fachada. Beth abrió la puerta y se encontró con un hombre sentado tras un mostrador en la entrada.
- Buenas tardes – dijo el hombre levantado la vista del diario que estaba leyendo.
- Buenas tardes – dijo Beth – Vengo a... Vengo a...
- Es evidente a lo que viene, señora, no se preocupe – dijo el hombre sonriendo – Continúe por estas escaleras y suba a la primera planta.
Beth subió las escaleras hasta la primera planta en donde una puerta y un timbre era todo lo que rompía la armonía de paredes blancas. Se acercó con intención de pulsar el timbre, pero la puerta se abrió antes de que pudiera hacerlo. En el interior, un gran mostrador con dos mujeres trabajando en sus ordenadores la recibieron.
- Buenas tardes – dijo una de las recepcionistas - ¿Tenía visita concertada?
- Sí – respondió Beth tímidamente.
- Facilíteme el código que le enviamos, por favor.
Beth buscó en su teléfono y dio el código y otros datos que le solicitaron.
- Bienvenida, Beth. Diríjase al pasillo tres. Allí hay cuatro salas de espera con dos luces en el exterior: una roja y una verde. Solamente podrá entrar en la que esté iluminada en verde, marcando el mismo código que me acaba de facilitar. Irán a recogerla cuando sea su turno. Puede estar tranquila que, a partir de este momento, no va a cruzarse con ninguna persona ajena al centro y no hay cámaras en ninguna de nuestras estancias. En la salita encontrará agua, refrescos, café y un baño de uso exclusivo para usted. Nos vemos a la salida.
- Pasillo tres, luz verde... de acuerdo. Gracias.
El pasillo tres era idéntico a los pasillos uno y dos, por delante de los cuales acababa de pasar: asépticas paredes blancas con dos puertas a cada lado. Tres de ellas tenían una luz roja que indicaban que estaban ocupadas y la cuarta se iluminaba con el reflejo verde de su luz. Marcó el código sobre un panel en la pared y la puerta se abrió. Dentro, Beth comprobó que no había cámaras ni en la habitación ni en el baño, así que decidió retirarse el pañuelo y las gafas. Se sintió aliviada. Abrió una pequeña nevera y cogió un botellín de agua fresca. Dio un par de sorbos y se sentó en la única butaca que había. Se dispuso a rellenar el formulario que le habían facilitado en recepción y pasó algunos minutos ocupada con él.
Un par de golpes en la puerta la hicieron sobresaltarse. Después, alguien marcó el código de apertura de la puerta y esta se abrió. Una mujer regordeta, de unos sesenta años y vestida con bata y gorro de tela blanca, entró en la habitación sonriendo. Pidió permiso para coger el formulario que Beth acababa de rellenar y echó un vistazo a sus anotaciones.
- Lo lamento, querida. No ha debido ser fácil – dijo la mujer.
Beth respiró profundo y apretando los labios hizo un gesto de agradecimiento a sus palabras.
- No se preocupe – dijo la mujer – Después de hoy se sentirá mucho mejor. ¿Hace mucho que no llora?
Al oír la naturalidad con la que aquella mujer pronunciaba aquellas palabras, Beth se sintió cohibida, sin embargo, logró controlar su miedo y encontrar la voz para responder.
- Tanto que ni lo recuerdo – dijo Beth.
- Es terrible no poder hacerlo en público... En fin, me han comentado mis compañeras que no precisa de terapeuta, al menos de momento.
- Así es, solo quiero... ya sabe.
- No hay ningún problema. ¿Ha pensado ya qué hacer con sus lágrimas de hoy?
- Me gustaría conservar estas primeras. Pero, no sé...
La mujer de bata blanca terminó de rellenar algunos campos mientras Beth recogía sus cosas. Según le había indicado, la acompañaría a otro espacio donde estar sola y tranquila. Salieron de la sala de espera: primero la mujer, que comprobó que el pasillo estaba despejado, y luego Beth. Caminaron hasta llegar a un ascensor que funcionaba con una de las llaves que la señora llevaba en su bata. No intercambiaron palabra alguna durante el trayecto, cosa que Beth agradeció. Finalmente, llegaron a una nueva planta muy iluminada, desde donde se podría ver la ciudad a través de los cristales. Había tres cubículos enormes separados entre sí que parecían ser totalmente herméticos. La mujer se dirigió al que estaba más a la derecha y lo abrió introduciendo un nuevo código. Ambas entraron a su interior.
Las paredes y los muebles estaban acolchados y el espacio formaba un círculo perfecto, sin esquinas ni aristas por ningún lugar. No había cristal ni ventanas, pero sí una cama grande con varios cojines, un cómodo sofá y un par de butacas. Incrustada en el mueble, una televisión enorme con un mensaje de bienvenida.
- Hay todo tipo de películas y libros a su disposición. En la nevera hay bebidas y algunos snacks. Y recuerde, no hay prisa, puede estar aquí el tiempo que desee.
- Perfecto – dijo Beth.
- ¡Importante! Para recoger las lágrimas: introduzca los pañuelos de papel en aquella máquina, ella se ocupa de hacer la extracción, o, en el caso de tener un llanto continuado, puede ponerse esta máscara que le absorberá las lágrimas. Intente evitar que se contaminen con otras secreciones. Cuando haya terminado, llame a recepción y vendremos a buscarla. ¡Creo que es todo!
La mujer se dirigió a la salida y se detuvo frente a la puerta de espaldas a Beth, que la miró curiosa esperando a que le diera una nueva indicación.
- Yo pasé por algo similar – dijo girándose – Me condenaron por llorar en público. No puedo hacerme una idea de lo que debe haber pasado usted.
Beth tragó saliva y notó que el pecho comenzaba a convulsionar. Ya le había pasado en otras ocasiones, era lo que ella llamaba ‘un llanto seco’. La mujer con bata blanca le dirigió una sonrisa y salió de la habitación en donde Beth se quedó sola, en absoluto silencio y con el pecho desbocado. Logró retomar la calma haciendo uso de la respiración. Sabía que había ido a aquel sitio a llorar, a liberar la tristeza que la estaba consumiendo, sin embargo, después de tantos años reprimiéndose, no sabía si sería capaz de dejar que sus lágrimas salieran de sus ojos.
Decidió tomárselo con calma, darse el tiempo necesario para sentirse cómoda. Se quitó los zapatos y cogió entre sus manos la máscara que debía usar para recoger las lágrimas. Parecía fácil de utilizar. Se la probó y se miró al espejo, tenía un aspecto ridículo, pero decidió dejársela puesta. Luego fue hacia la nevera y miró lo que había en su interior. No tenía hambre, así que fue hacia la cama y se tumbó boca arriba, mirando el techo con el sonido de su respiración retumbando contra las paredes de la máscara. Estuvo así algunos minutos, esperando a que las lágrimas comenzaran a brotar, sin éxito. Se sentó contra el cabecero y abrazó un cojín. Le dolía el estómago. Si alguien en su familia se enterase de donde estaba, se metería en problemas, por no hablar de lo que pasaría si cualquier otra persona de su círculo lo supiera. Recordó a Julienne, que rompió a llorar en el funeral de su madre, delante de toda aquella gente. Fue su propio marido quien avisó a las autoridades, no podía permitirse un escándalo como aquel, y Beth nunca más volvió a saber de ella.
Pasó más de una hora abrazada a aquel cojín, buscando razones para no llorar. Luego fue al baño, se retiró la máscara y se miró al espejo. Era la primera vez que se enfrentaba a sí misma a solas. Se miró a los ojos, huidizos al principio, y sintió que algo empezaba a agitarla desde el interior. Primero fue su mentón el que comenzó a vibrar, luego el dolor en la garganta y, por último, sus ojos se humedecieron. Beth se asustó e intentó reprimir aquel sentimiento de tristeza que comenzaba a envolverla sin control, pero ya era tarde, la primera lágrima comenzaba a deslizarse hasta la comisura de sus labios. Era salada. Le siguió una segunda lágrima y, a pesar de que Beth intentaba atajar su llanto con pañuelos de papel, los sollozos se desataron y comenzó a llorar sin control.
La noche estaba bien entrada cuando pasaron a recogerla por el cubículo. En aquella ocasión, era una chica joven, también con bata y gorro blanco, la que la acompañaba hasta una sala de espera como las del inicio. Esperó allí un buen rato, hasta que un hombre entró a hablar con ella.
- Me llamo Fred, soy el director del centro, ¿cómo se siente? – dijo el hombre - ¿aliviada?
- Liberada – dijo Beth sonriendo.
- ¡Vaya! Verá, hacía mucho tiempo que no teníamos a alguien como usted en nuestras instalaciones y el volumen de lágrimas que hemos recogido, no solo es de extrema calidad, sino que, además, es muy abundante. ¿Ha pensado qué quiere hacer?
- Había pensado en hacerme un colgante...
- Beth, querida, podría hacerse una piscina.
- ¿Qué quiere decir?
- Hay una enorme cantidad de lágrimas. Y, desde aquí, podemos ayudarle a gestionar estos activos... - dijo Fred, visiblemente emocionado.
- ¿Activos?
- Hay un gran mercado para este producto y usted podría tener grandes ganancias. Con la cantidad que ha generado hoy, creo que tendría para pasar los próximos cinco años holgadamente... imagine si pudiera generar más.
- ¿Podría donar ese dinero? – preguntó Beth.
- ¿Donarlo? Usted no...
- No puedo justificar una entrada de dinero como la que usted me sugiere y, francamente, tampoco la necesito, eso no va a cambiar nada...
- Es usted muy generosa.
- O muy cobarde.
Beth tomó el autobús de vuelta a casa. Al entrar, se dirigió a la sala de estar en donde su marido estaba terminando de ver una película. Se acercó y le besó en la mejilla.
- La reunión se alargó más de lo esperado y luego tuvimos que ir a cenar con ellos – dijo Beth.
- ¿No tienen familia esos nuevos clientes?
- Parece que no.
Subió las escaleras y dejó, sobre el mueble de su vestidor, el bolso y el pañuelo que había utilizado para cubrirse. Rebuscó en el neceser y extrajo un pequeño frasco de cristal. Caminó hasta salir de la habitación de matrimonio y se dirigió al final del pasillo en donde estaba aquella habitación que mantenía siempre con la puerta cerrada, con sus sentimientos tras ella. Al abrirla, el olor a ropa limpia la alcanzó. Primero se dirigió a la cuna de la derecha que, como la de la izquierda, todavía esperaba la llegada de su huésped. Abrió el botecito de lágrimas y dejó caer diez gotas sobre las sábanas. Luego hizo lo mismo con la de la izquierda. Tomó una profunda inspiración y salió cerrando la puerta en silencio al oír que la televisión en el piso de abajo se apagaba.
"Allá, en la colina, cerca del cielo”
Carles Forada Morillo, alumno de cuento y relato de LFDH
Tercer Premio I Concurso de Relatos La forja de historias, Sant Jordi 2024
Una aldea, desparramada colina abajo. Una casa, la nuestra, oteando desde el puntal del
peñasco. Y una mujer. Ella aún estaba aquí, conmigo. La vista, un lujo. El aroma de las flores. Qué hermoso era, entonces, el jardín. Pequeñas badinas, aquí y allá, salpicando el morro del risco, convertidas en los bebederos preferidos de los pájaros: esa sinfonía interminable de colores, un bullicio, una música aún no escrita.
Rodeados de cielo. Cómo no seguir juntos, noche tras noche, cobijados bajo aquella bóveda infatigable, velando por nosotros.
Y, omnipresente, el silencio, ese envoltorio de algodón.
Ser feliz, a veces -casi siempre-, es excesivo, agota, te deja sin fuerzas, consumido, con los párpados precintados, enceguecidos los ojos, incapaces de soportar tanta hermosura. La felicidad mata, eso no lo temía entonces, aunque ahora ya no esté tan seguro. Ni de eso ni de nada.
El pueblo, allá abajo, inmóvil, oculto para no hurtarnos el ocaso, ese preámbulo del sueño. Apenas un puñado de casas, piedra y adobe, abandonadas la mayoría. Una iglesia desolada y un horno enmohecido y un ayuntamiento holgazán y una escuela suspendida y poca cosa más. Años de resignación holgazaneando por las callejuelas, y un puñado de vecinos, cada vez menos, unas pocas cabezas de ganado, cuatro perros, a veces una nota de color, como esa gallina desplumada, desangrándose, colgada en una estaca en la cerca de la casa del alcalde, o algún murmullo, esos enjambres de moscas al acecho. Apenas algo más. Y ella, y yo, nosotros dos, juntos, cerca del cielo. Ah, y también, claro, el bar. Esa taberna que también es café, y casino, y colmado, y estanco, y sala de baile, y merendero, siempre merodeando, al acecho, entrometiéndose entre nosotros, entre ella y yo. El peligro de ser feliz a todas horas es que, al final, te parece lo normal, y te acostumbras, y te aburres de serlo. Y bajas la guardia.
¿Otra vez?, dice, …, ¿Al bar?, insiste, dónde si no. Y, ¿el huerto?, qué pasa con el…, hay
que desbrozar, está avanzada la primavera…, ya lo haré, mañana o pasado…, sí, ya sé,
eso mismo dijiste ayer y anteayer, y... ¡Déjame en paz!, a ver si así calla. Pero no, no calla:
ya solo vales para beber…, otra vez con eso, qué pesada, ¡déjame!, no hay quién te
aguante, ya sabes lo que pasa luego…, no podemos seguir así, un día no volveré… y, ya
verás, entonces, amenazas, descolgando la pelliza.
Un juramento mal dado. Un portazo. Sollozos. Un escupitajo aceitunado y amargo, ahogándose entre los terrones parduzcos, donde deberían asomar ya los primeros brotes
de las tomateras.
Salir de casa siempre fue fácil. La pendiente, quieras que no, desemboca en el bar. Solo te has de dejar llevar, mecerte en su cauce sin querer, ni, apenas, poder evitarlo. No es bueno remar contracorriente.
Volver, no, subir la cuesta ya es otra cosa. Casi siempre es mejor ignorar lo que te espera. Arropado de sonrisas, esas promesas coloradas, Marcelina sirviendo el licor encarnado, sales de allí, trastabillando, alegre, fortalecido, y hasta te atreves a soñar que hoy, al llegar, volverás a verla, luciendo esa olvidada sonrisa de nácar cetrino, aguardándote, como antes, temblorosa y febril. Y, aunque sabes que no debes hacerlo, al final sucumbes, y elevas la cabeza y miras y ahí está, arriba, lejana y altiva, la casa, la suya, que también es la tuya, como una mazmorra rodeada de zarzas, espinos y maleza, y, pese a no poder verla, sabes que ella sigue ahí, adentro, agazapada, al acecho, dispuesta a zaherirte con sus quejas infinitas, esa letanía de reproches engarzados, como un rosario que tan solo conserva las cuentas de los misterios de dolor. Y, aunque cierres los ojos para no verla, parece que puedas oírla, con qué dureza te maldice, afilando elacero del lamento. Y no, no puedes hacerlo. No sigues adelante. Vencido, das media vuelta y, entras de nuevo. En el mostrador te aguarda el consuelo.
Cuando el amanecer colorea de nuevo el mundo, la casa ni siquiera se entera, ahí sigue, blanca y negra, gris.
La lengua, amarga, soldada con argamasa al paladar, el gaznate achicharrado, lacrados los ojos con aceite hirviendo, y esa explosión de clavos en racimo dentro del cráneo, velando hasta que despiertes, para, después, acompañarte lo que resta del día. Entras y sales, dormitas y vomitas, te sientas y sigues andando, sales y entras, sin conseguir nada semejante al consuelo,al desasosiego. Y te acurrucas de nuevo en el lecho, en busca de un escondrijo imposible. Pero tampoco pasa el tiempo. Algo así debe ser estar muerto. Ojalá, piensas, aunque sepas que pensar no sirve de nada.
Cómo escuece la penumbra, y aunque te cubras los ojos, ella sigue ahí, petrificada en la mecedora, con la labor en el regazo, los impertinentes acunados por el imperceptible vaivén de los pechos, vencidos, la mirada perdida en algún laberinto sin salida. Tú, en el jergón, roncando y gruñendo, en ese eterno duermevela que apesta a vino rancio; escaqueado bajo la frazada, esperas que pase algo para que no te duela, todo, tanto.
Al levantarte, tras poner el pie en el suelo, trastabillas con algo que emite un quejido, como un llanto frío, metálico. Entonces la memoria te lanza una pedrada de fuego. Anoche, antes de alcanzar a tientas el jergón, casi te descalabras al tropezar con la caja metálica, la suya, el cofre donde atesora los, vuestros, recuerdos. Ahí estaba, tirada en el suelo, derrotada, desvalida, abandonada. Ni rastro había en su interior de las fotos de día de la boda, ni de las cartas, el desorden de tu letra juvenil diciéndole que no sabes cuánto te quiero, y los billetes del tren de cuando fuisteis a ver la mar... Y, rememoras, con la tenue levedad del recuerdo, tantas y tantas noches pasadas, juntos, felices, extraviados ambos en quimeras de humo y fuego. Ella, siempre, meciéndose en elbalancín, acunando el pasado en su regazo, al calor de la lumbre, los ojos brillantes, aún vivos, perdidos en el ensueño. Lo guardaba todo, un mundo entero, el vuestro, cabía ahí adentro. Se la regalaste tú al volver de la mili, rebosando frutas de Aragón. Golosa, cómo cerraba los ojos paladeando, el milagro de desleír, la lengua contra el paladar, el chocolate que cubre una cereza o un melocotón, o un albaricoque, o ciruela, o manzana o pera, para no despilfarrar ni una minúscula porción del paraíso. Cada domingo, en el ocaso, saboreabas una tan solo, para pensar en ti toda la semana, me decías, con esa inconfundible sonrisa con que te vestías antes de abrazarme, a oscuras, ya desnudos, en la cama.
¿Otra vez?, ¡Qué!, ¡Joder!. No, nada, nada…, ¡Ah!, pensaba...
Silencio. Apenas crujen los goznes al cerrar la puerta. Ningún gemido, ni siquiera un
lamento. Una albarca atenta, enmendando el paso, evita pisar un brote de algo parecido
a las borrajas.
Cambió todo, aquel día que parecía uno más, quién iba a pensarlo. Llegas al bar, aún turbado, cuánto hacía que no te detenías en algún recodo del sendero, embebido del verdor de los sembrados, abarrotados de prímulas, malvas, amapolas y azulejos. Al abrir la puerta, una jovencita de facciones achinadas, tras la barra, sonríe con desinterés en su mirada oblicua, y, con voz desafinada, profiere un desabrido ¿tú, qué tomal?, que ya no escuchas, ni te importa, ni eres capaz de soportar.
Portazo. Enfilas el sendero con vigor, esa cuesta amansada por una pátina primaveral, — una fragancia que, sin ser nueva, hoy, ahora, percibes—, y miras arriba sin recelo, y hasta se te humedecen los ojos cuando aparece la casa, al doblar un recodo, tras el manto amarillo verdoso de los retoños de un nogal. Al llegar al bancal donde deberían despuntarlos primeros brotes del semillero, te sorprendes pensando dónde pondrás los calabacines este año, y salivas al recordar el guiso de las flores fritas, rellenas de requesón, que te preparaba ella cuando las cosas aún eran como deberían de seguir siendo.
La puerta tarda en ceder pese a los furiosos embates de tus hombros. ¡Cierra la puerta, huye!, piensas, antes de abrazarte al cuerpo inerte, frío, desabrido, que flota entre las sombras, meciéndose como una burla. Perdón, farfullas entre espumarajos. Un vómito fétido, macerado en tus entrañas, cae sobre el delantal que abrazaba sus caderas inertes, resbalando, lenta, caprichosamente por los pliegues hasta alcanzar, gota a gota, las alpargatas por las que asoman, como una sonrisa fatua, las uñas de los dedos del pie.
"Just a temps"
Josep Bartolomé, alumne de conte i relat Lfdh
Guanyador concurs d´escriptura ràpida Sant Jordi 2024
Va fer tot el que va poder, sense esforços ni rancúnies.
El bocamoll, el sapastre, l’inútil, va arrencar els aplaudiments de l’audiència. Fins i tot li va sortir dir “amb tot l’agraïment” d’una sola vegada, sense canviar les síl·labes de lloc.
Encara bo que la seva mare, que era darrere les cortines de l’escenari, se’l va endur sense entretenir-se ni un moment.
- Mare, quan arribem a saca, podré menjar l’enpretà tan bo que em tenies treparat?
- Déu meu, aquest cop ha anat de ben poc. Aquests encanteris els fan cada vegada més curts!
"Hechizos"
Zabel Palandjian, futura alumna de Lfdh
Ganadora del concurso de escritura rápida Sant Jordi 2024
Cuando Martina cumplió once años, sus padres la sentaron en la cocina y le dijeron que había llegado el momento.
- Martina, al cumplir los once años, el mayor de los hijos - tú - debe usar el hechizo.
Martina pensó. Llevaba meditándolo todo un año. Papá, mamá, quiero ser convertida en un bello cerdo.
Sus padres se miraron extrañados entre sí. Conocían familias amigas cuyos hijos habían exigido ser peces, mariposas, flores o electrodomésticos. Pero, ¿cerdos? Nadie. Intentaron persuadirla, pero fue en vano. Al día siguiente, Martina ya era una cerdo hermoso. Pronto todo el vecindario le cogió cariño. Todas las sobras de la comida las llevaban a su casa y se turnaban para pasearla. La cerda Martina creció y creció.
Una vez, se la llevaron de viaje. Pero el avión tuvo una avería y tuvieron que parar en una isla remota que estaba habitada por caníbales. Al ver a los pasajeros, empezaron a atacarles, pero cuando vieron a la cerda, se detuvieron aterrorizados. Nunca habían visto semejante animal. Pronto la hicieron su ídolo, un dios. Los pasajeros, muertos de hambre, quisieron explicarles que debían comérsela, pero la tribu se opuso. Pronto se desencadenaría una guerra que no dejaría supervivientes, menos la propia Martina, abandonada en una isla desierta.
Resolución I Concurso de Relatos La forja de historias, Sant Jordi 2024
Desde la escuela de escritura creativa La forja de historias, estamos muy contentos de la participación en esta primera edición del concurso de relatos Sant Jordi 2024, así como de la alta calidad de los mismos. Adjuntamos el acta de resolución del concurso, dándoos las gracias a todos por vuestro trabajo.
ACTA
Con fecha 2 de mayo de 2024, el Jurado del I concurso de Relatos La forja de historias, Sant Jordi 2024, compuesto por:
· Alba Álvarez Domínguez
· Cristina Ruíz Gallardo
· Josep Amorós Masachs
· Natalia Fernández Díaz-Cabal
· Paula Sanz Cifuentes
· Raúl Quirós Molina
Una vez se ha verificado que todos los concursantes han cumplido con los requisitos establecidos en las bases del concurso, los finalistas del mismo han sido:
- “109 Kikaijus” de Juan Jiménez
- “Allá, en la colina, cerca del cielo” de Carles Foradada Morillo
- “De Angustias, Suplicios y Serapios” de Sebastián Palacio
- “La llorería” de María José Sánchez López
- “La partida” de Cocó Catot
- “Records” de Anna María Porté Estop
El Jurado ha seleccionado y otorgado premios a los siguientes trabajos:
Primer Premio: “De Angustias, Suplicios y Serapios” de Sebastián Palacio
Segundo Premio: “La llorería” de María José Sánchez López
Tercer Premio: “Allá, en la colina, cerca del cielo” de Carles Foradada Morillo
Felicidades a los premiados. Todos los relatos de los finalistas se publicarán, con la consiguiente autorización, en la página web de la escuela www.laforjadehistorias.com y en los próximos boletines.
Concurso de relatos
Bases del Concurso de Relatos La Forja de Historias Sant Jordi 2024
1. Objetivo
El objetivo de este concurso es fomentar la creatividad y la expresión escrita entre los estudiantes, brindándoles una plataforma para que compartan sus relatos y sean reconocidos por su talento.
2. Participación
Este concurso está abierto a todos los estudiantes en activo de La forja de historias, S.L., que deseen participar. Se invita a enviar relatos originales e inéditos que no hayan sido publicados anteriormente en ningún medio.
3. Requisitos del Relato
- Extensión máxima de 2000 palabras.
- Formato de entrega: Documento en Microsoft Word o PDF.
- Tipografía: Times New Roman, tamaño 12 puntos, doble espacio.
- Idioma: castellano y catalán.
4. Envío de los Trabajos
Los relatos deberán enviarse a través del formulario que aparece en el siguiente enlace, https://form.jotform.com/241001608795050 antes del 23 de abril a las 23:59. Es importante asegurarse de que el documento no incluya el nombre del autor para garantizar la imparcialidad en la fase de votación. Cada participante podrá enviar solo un relato.
5. Proceso de Selección
- Fase 1: Los relatos serán evaluados por un jurado de profesores, que seleccionará los tres mejores.
- Fase 2: A lo largo del mes de mayo se darán a conocer los ganadores.
6. Premios
- Primer lugar: 100 euros en cursos de la Forja de Historias y un lote de libros.
- Segundo lugar: Un lote de libros.
- Tercer lugar: Un libro.
Los premios están diseñados para apoyar y motivar la continuación del desarrollo literario de los ganadores.
7. Condiciones Generales
- El premio no podrá quedar desierto en ninguna circunstancia.
- Cualquier situación no prevista en estas bases o cualquier decisión que deba tomarse por circunstancias no contempladas será resuelta por el equipo de La forja de historias, S.L., cuya decisión será final e inapelable.
8. Aceptación de Bases
La participación en este concurso implica la total aceptación de las presentes bases y de las decisiones del jurado, renunciando expresamente a cualquier tipo de reclamo.
9. Consulta
Para cualquier consulta relacionada con el concurso, por favor dirigirse por correo electrónico a [email protected]
¡Anímate a participar y compartir tu talento! Este es el momento de dejar volar tu imaginación y dar vida a tus historias.
CONCURSO DE ESCRITURA RÁPIDA
¿Puedes contar una historia en 15 minutos? Inscríbete en la primera edición del concurso de escritura rápida La forja de historias.
Fecha: 23 de abril de 2024
Hora: de 11 a 12 horas
Lugar: carrer de Brusi, 39 local 55 Barcelona
Participantes: abierto al público en general, hasta completar el aforo.
Idioma: catalán y castellano
Premio: Un único premio de 100€ en talleres de LFDH
Inscripciones: [email protected] // +34 681 957 398
"Quiero escribir, ¡y no sé por dónde empezar!"
Clase magistral a cargo de Raúl Quirós.
Martes 23/04 de 16:30 a 18:30 horas
¿Alguna vez te has planteado escribir un cuento, un poema o un libro y no sabías por dónde empezar?
¿Crees que te falta talento y por eso no te atreves a lanzarte?
En estas dos horas hablaremos de la creatividad innata a todo ser humano y cómo hasta la persona más sosa es capaz de escribir con emoción.
Taller abierto al público hasta completar aforo.
Inscripciones: [email protected] // +34 681 957 398
Venta de libros
La mesa de venta de libros estará operativa en horario de 12 a 14 horas y de 17 a 19 horas. Podrás conocer el talento de nuestros alumnos y profesores ¡qué es mucho!
¿Quieres celebrar la festividad de Sant Jordi más allá del libro y la rosa?
La forja empresas pretende fomentar la creatividad dentro de la empresa, al mismo tiempo que permite la cohesión de equipos y promueve el rigor en la escritura, sea cual sea su destino. Llámanos y diseñaremos contigo la opción más adecuada.